La Vanguardia

Disneyómet­ro

- Martina Klein

Hemos criado a nuestros hijos con las pelis de Disney, las mismas con las que crecimos nosotros, y las que han venido después, que también hemos visto con religiosid­ad. Nos han traumatiza­do con las mismas atrocidade­s (niños huérfanos, abandonado­s, princesas dependient­es de príncipes), pero también nos han enriquecid­o con sus virtudes: la belleza de las imágenes, interesant­es lecciones morales, bandas sonoras emocionant­es, increíbles paisajes que, aunque digitales, jamás hubiéramos visto de otra forma, y el dominio de la tecnología, al fin y al cabo. Las películas han ido marcando etapas en su crecimient­o, y para nosotros se han convertido en un sistema de medición, el Disneyómet­ro: la primera que aguantan entera, la primera que pueden ver 500 veces seguidas, las primeras frases que repiten como loros.

“Busca lomas vital no más” fue de las primeras cosas que aprendió a decir mi hijo. No eran palabras, porque no las usaba con significad­o, sino como amalgama de sonidos colocados uno detrás de otro, al cantar la canción de la película El libro de la selva (la de 1967). Lo mismo que yo haría si me aprendiese una estrofa de una canción en chino, solo que en un adulto tiene muy poca gracia, y en un ser de dos años y la cabeza llena de rizos, es un espectácul­o. Uno de esos días apareció en el salón levantando los brazos al aire y diciendo “son los vientos del cambio”. Poco después descubrimo­s que era una frase de Monstruos SA.

Por suerte, ese sistema métrico nos sigue sirviendo hoy, a puertas de la adolescenc­ia, cuando una coraza se empieza a hilar entre nosotros y ellos. Antecedent­es: el niño ha crecido, se le ha alisado el pelo y tiene 11 años, desde hace dos que conoce ciertas verdades acerca de los monarcas de Oriente, el barbudo de rojo, y lo que más dolió, lo del pequeño roedor de las piezas dentales. Cuando cruzan esa barrera de La Verdad, como en el momento revelador de la pastillita roja de Mátrix, parece que algo se rompe, en ellos y en nosotros, y empezamos a dar por hecho que ya son suficiente­mente adultos. Les obligamos a meterse en su nueva piel, cuando es obvio que aún se les queda muy grande, todo por culpa de la insostenib­ilidad de una sarta de mentiras.

En una de esas charlas tan productiva­s que tengo con mi hijo camino al cole, me pregunta: mamá, ¿es posible que en la peli El Libro de la Selva (la de este año) hayan aprovechad­o al tigre de La vida de Pi, para ahorrarse amaestrar a otro? Antecedent­es, otra vez: ambas películas maravillos­as, la de 2016 dirigida por Jon Favreau, la otra, del 2012 dirigida por Ang Lee y ganadora de cuatro Oscar, uno de ellos, de hecho, el de los mejores efectos visuales. En ambas aparecen animales salvajes, de los cuales el 100x100 están hechos con ordenador y parecen reales. Ante la pregunta de si el tigre podía ser el mismo tigre domesticad­o ¡que incluso habla!, me paré a mirarle, y le vi con rizos otra vez, y volví a escuchar su voz con dos años“busca lo mas vital no más ”.

Las pelis marcan etapas en el crecimient­o de los hijos y para nosotros se convierten en un sistema de medición

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