Europa y la extrema derecha
Aunque no ganó, el resultado obtenido por Norbert Hofer el domingo en las elecciones presidenciales austríacas suscita numerosos comentarios, que oscilan entre dos perspectivas muy alejadas pero que no son necesariamente contradictorias. La primera subraya la unidad del fenómeno, a escala europea e incluso más allá: la extrema derecha progresa en todas partes y sus temáticas son muy parecidas entre un país y otro, obsesión y fobia hacia los inmigrantes, rechazo del islam, llamamiento a la homogeneidad del país y a cerrar la sociedad. La segunda insiste al contrario en la especificidad de las experiencias nacionales y, puesto que estamos hablando de Austria, en el carácter singular del posicionamiento del FPÖ y de su líder. Se señala entonces el carácter apaciguador de este último, su campaña muy desdiabolizada, de acuerdo con el vocabulario utilizado en Francia a propósito del Frente Nacional, se mencionan las alianzas históricas de su partido con el poder, incluso de izquierda, se presenta como ejemplo una región donde la colaboración entre el FPÖ y la socialdemocracia es bien vista por la población.
Es verdad que un examen serio país por país obliga a matizar la idea de una lógica uniforme, aun si no es menos verdadero que los diversos movimientos de extrema derecha que existen actualmente en Europa presentan importantes puntos comunes y caracterizan una época que es la misma para todos, la iniciada en los años ochenta. Dondequiera que se desarrollan, son antieuropeos, xenófobos, más o menos racistas y, al mismo tiempo, les distinguen importantes diferencias.
Una primera distinción separa el Este y el Oeste de Europa. En el Este, las derechas radicales se ubican más en continuidad con los movimientos de tipo nazi o fascista de preguerra, el antisemitismo se mantiene como un valor seguro y las referencias culturales son muy tradicionales. En el Oeste, la novedad es más clara y definida, la ruptura con el antisemitismo, hasta el punto que el UKIP, en el Reino Unido, tiende a marcar distancias con el Frente Nacional francés, al que considera todavía demasiado permeable al antisemitismo, mientras que este último partido se esfuerza por desdiabolizarse y Marine Le Pen se desmarca claramente de su padre a este respecto. Igualmente, se observa en el Oeste una cierta apertura cultural impensable actualmente en el Este: Pim Fortuyn, por ejemplo, el líder del Leefbaar Nederland, asesinado en el 2002, mostraba su homosexualidad y una cierta modernidad cultural, y lo mismo ocurre, también en los Países Bajos, con Geert Wilders, el líder del Partido por la Libertad. Y, en Europa Central, los mismos partidos parecen situarse en una zona intermedia.
Otra distinción se refiere a la relación que mantienen las extremas derechas con la violencia. En algunos casos, esta relación es simple, directa, y los eventuales éxitos electorales no excluyen en absoluto una violencia que puede llegar a ser asesina. Aurora Dorada, en Grecia, puede ilustrar esta deriva. En otros casos, las fuerzas de extrema derecha juegan una carta electoral, democrática, que excluye todo empleo de la violencia; es el caso del Frente Nacional. Lo cual desemboca para estos partidos en un dilema o en una contradicción: si surge la violencia, fuera del partido o del movimiento organizado que intenta acercarse al poder o negociar alianzas, está vehiculando ideas y afectos que son ampliamente los de ese partido o ese movimiento, pero éste debe señalar su rechazo a esas expresiones violentas, lo que no resulta fácil. La principal fuerza de extrema derecha en Noruega, el Partido del Progreso, se ha visto obligada a distanciarse completamente de Anders Behring Breivik, autor de una matanza impresionante (casi 80 muertos, el 22 de julio del 2012) cuya ideología era claramente de extrema derecha.
Es menester, pues, reconocer la diversidad de las extremas derechas europeas. Pero ¿cómo explicar el carácter concomitante de su avance? La idea de una continuidad histórica o de un peso de la historia no resulta muy pertinente: durante mucho tiempo ha podido afirmarse que Alemania, debido a su pasado nazi y a su esfuerzo por superarlo, no tenía un riesgo muy alto de que reapareciera la extrema derecha, pero en la actualidad Alternativa para Alemania (AfD) se reafirma con resultados no despreciables.
La explicación económica resulta también a primera vista algo insuficiente, porque algunos países que han sorteado la crisis en mayor o menor medida conocen fuertes expresiones de extrema derecha –Noruega y Suiza especialmente– y otros que han acusado un fuerte impacto han salido de momento indemnes, particularmente España y Portugal. Es necesario, pues, recurrir a un tercer tipo de explicación: más allá de las especificidades nacionales, el auge de las extremas derechas en Europa debe mucho a la evolución de la propia Europa.
Esta ha experimentado tres fases importantes desde principios de los años ochenta: ampliación y profundización, además de transformaciones internas en algunos países posiblemente vinculadas a este cambio, pero que no han tenido un impacto directo sobre los primeras apariciones significativas de la extrema derecha; un
Un examen serio país por país obliga a matizar la idea de una lógica uniforme del fenómeno No se trata de un monopolio europeo: basta evocar los éxitos de Donald Trump en Estados Unidos
cierto estancamiento económico en los años 90 y 2000, que ha alimentado numerosas críticas, en las que las extremas derechas han empezado a participar, al tiempo que no precisaban probar su antisovietismo o su anticomunismo tras el fin de la Guerra Fría. Finalmente, la llegada de la crisis a Europa, escasamente eficaz desde 2007-2008 ante las dificultades financieras primero, sociales después, y marcada posteriormente por las cuestiones relativas al terrorismo y la inmigración. El avance de las extremas derechas estructura respuestas a esta crisis.
Sin embargo, no es el monopolio de Europa; basta evocar los éxitos de Donald Trump para tener que interrogarse también sobre las dimensiones planetarias del fenómeno. Lo que significa también que la crisis de Europa es igualmente la de un proyecto que se esfuerza por responder a desafíos de carácter global.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa