Miedo, asco y desesperanza
Quién no podría estar de acuerdo con Christiane Amanpour, la presentadora más cosmopolita de la CNN, cuando denunció a Donald Trump por intimidar a los periodistas durante las primarias republicanas del 2016? “Odio a los periodistas, pero no los mataría”, había espetado el magnate neoyorquino durante uno de sus actos de campaña para las primarias del Partido Republicano. “Bueno,
creo que no los mataría”. Tras alabar el valor de sus compañeros periodistas, Amanpour lanzó un dardo contra el inversor inmobiliario que quería ser presidente: “Trump, desde luego, mete miedo y odio en esta campaña”, dijo citando el título de la antología de reportajes que Hunter Thompson escribió para
Rolling Stone durante la campaña presidencial de 1972.
Sin embargo, tras varios encuentros con el circo mediático durante mis periplos por Estados Unidos, no podía sino sentir algo de admiración por la audacia del rey de las horteradas, tanto arquitectónicas como capilares, cuando decidió incorporar a los presentadores de la CNN, incluso de la ultraconservadora Fox, en su interminable catálogo de enemigos viscerales, junto a los musulmanes y los mexicanos. A fin de cuentas, los medios de comunicación propiedad de grandes corporaciones, con sus cabezas parlantes a sueldo de no se sabe nunca qué lobby empresarial, eran un componente imprescindible de la dolarocracia americana. Y los periodistas estrella con sus sueldos estratosféricos, como la misma Amanpour, eran, pese a su barniz de progresismo, cómplices de un sistema político que dejaba sin representación a gran parte del electorado. Es más, ellos habían convertido a Trump en una estrella de reality show y su amplia cobertura de las primarias republicanas regalaba al millonario miles de horas de publicidad gratuita. Y les mereció la pena. El factor Trump había permitido a la CNN incrementar hasta los doscientos mil dólares su tarifa por un spot publicitario de treinta segundos, convirtiendo las primarias del 2016 en las más rentables de la historia para la TV por cable. Es decir, que eran los medios como la CNN los cómplices del auge de un tipo tan desagradable como Trump.
Pese a su considerable fortuna, Trump se había convertido en la peor cara de la nueva política de clase que había ido viendo cómo se perfilaba durante mis viajes. Había logrado movilizar el voto de los blancos pertenecientes a la maltrecha clase trabajadora, gente corriente cuyo nivel de vida caía desde hacía tres décadas, debido principalmente al desempleo estructural fruto de la desindustrialización y a los bajos salarios de la nueva economía de servicios. La esperanza de vida de estos antaño orgullosos trabajadores de cuello azul convertidos ahora en escoria blanca –así se les llamaba en los enclaves de la élite– había caído por primera vez en la historia. Los negros y los hispanos seguían registrando en Estados Unidos los peores índices de marginación social, pero los blancos sin estudios ya iban por el mismo camino. Y, en lugar de sentir vergüenza y menospreciar a los perdedores de la economía globalizada y cosmopolita que propugnaba la CNN, Trump, como Jesucristo con los leprosos, los abrazaba. El magnate no escondía su desprecio hacia las clases creativas, los culpables de la gentrificación urbana, votantes de Barack Obama y Hillary Clinton cuyos hijos
Licenciado por la London School of Economics, Andy Robinson (Liverpool, 1960) fue corresponsal de La Vanguardia en Nueva York entre los años 2001 y 2008. Desde entonces, su condición de corresponsal itinerante le ha llevado en numerosas
harían másteres en Harvard a cien mil dólares la matrícula. “Amo a los incultos”, dijo Trump.
Paradójicamente, este inversor inmobiliario con un patrimonio estimado en 4.000 millones de dólares se había convertido en la expresión más pura y, a la vez, en una amenaza mortal para la dolarocracia. (...) Gobernada durante un siglo por oligarcas empresariales, monopolios del petróleo, élites financieras y complejos industriales diversos, la superpotencia corría ahora el riesgo de caer en manos de los reyes del póquer. Más que un país que andaba Off the road, al margen de la carretera, los Estados Unidos de Donald Trump parecían haber descarrilado del todo para dirigirse a gran velocidad hacia un lugar que pocos sabían ubicar en el mapa.
No era de extrañar que los cabecillas del establishment republicano se quedaran horrorizados ante el rumbo elegido por los votantes de su partido. Los hermanos Koch, grandes manipuladores de la dolarocracia, presagiaban el peligro que suponía para sus negocios el discurso antiglobalización del inmobiliario e intentaron urdir de forma clandestina la operación Stop Trump. Aunque no dejaba de ser esta otra paradoja, puesto que los hermanos habían abonado el terreno para el discurso de la supremacía blanca y de la nostalgia agresiva que ahora enarbolaba el mismo Trump. Fueron ellos quienes financiaron a los primeros grupos histéricos del Tea Party tras la victoria electoral de Barack Obama en el 2008.
En Estados Unidos estaba creciendo un odio de clase no visto desde la época de la Gran Depresión, en los años treinta. En el 2015, seis años después del crac, uno de cada dos estadounidenses se definía como de clase obrera, frente a uno de cada tres que así lo hacía diez años antes. “La mitad de los estadounidenses se siente excluida de los beneficios del crecimiento”, escribió el agudo columnista del Financial Times, Edward Luce, en un artículo titulado El nuevo odio de clase .Yloque sentían coincidía con la realidad. Más del 90 por ciento del aumento del PIB registrado desde el colapso económico del 2009 había ido a parar
ocasiones al continente americano. En su libro Off
the road, Andy Robinson recorre Estados Unidos pegado a la realidad del terreno y hace un retrato crudo de un país donde las desigualdades han abierto una brecha abismal
a los bolsillos del 1 por ciento más rico. Hasta la fecha, [los trabajadores blancos] han votado como pavos antes de Acción de Gracias; ahora prefieren Halloween”, añadió Luce en referencia a la noche de terror que se anunciaba para noviembre si Trump ganaba las elecciones. El inversor inmobiliario provocaba pesadillas en Washington y Wall Street, no tanto por su racismo, xenofobia o misoginia, cosa que al establishment traía sin cuidado, sino porque el millonario defendía las mismas medidas de protección arancelaria que enarbolara el movimiento antiglobalización. Thomas Frank, autor del lúcido
¿Qué pasa con Kansas?, era muy consciente de ello, también. Durante una comida cerca de su casa en Washington, Frank me reprendió por hacerle una pregunta sobre la imposibilidad de que en EE.UU. prosperase jamás una política verdaderamente progresista. “Ay, Andy! —me respondió—, yo suelo tener el privilegio de ser el tipo más pesimista de la sala, pero tú me ganas”. En su valoración de Trump, Frank daba muestras de su habitual agudeza. “Más que el racismo, lo que atrae a los votantes de Trump es su oposición al libre comercio. Representa una reacción contra el liberalismo que ha venido creciendo lentamente desde hace décadas y que pronto puede llegar a la Casa Blanca. Será entonces cuando el mundo se vea obligado a tomarse en serio sus ideas delirantes”.
En mi road movie con tintes apocalípticos, había vislumbrado un rayo de luz en esa nueva conciencia de clase que florecía en Estados Unidos, fruto de la experiencia compartida por millones de estadounidenses que estaban siendo explotados en una economía de extrema desigualdad y que empezaban a reaccionar contra la ortodoxia neoliberal. Pensaba que, tanto la victoria electoral de Bill de Blasio, el alcalde de izquierdas de Nueva York, como el sorprendente éxito del socialista Bernie Sanders en las primarias demócratas auguraban nuevos tiempos; tiempos de una política basada en las reivindicaciones salariales y en otros derechos de clase que sustituirían poco a poco a las identidades, principalmente de color, que venían dividiendo a la clase trabajadora desde hacía décadas. Y había indicios de que, efectivamente, podría ser así. Poco antes del inicio de la campaña, una ola de protestas y huelgas logró una serie de subidas del salario mínimo en diversos estados. Además, esgrimiendo un argumento en favor de una redistribución radical de la renta, Sanders había logrado complicar sobremanera la anunciada victoria de Hillary Clinton, la diva de la dolarocracia que había llegado a decir que Wall Street era su distrito electoral. Sanders había movilizado a millones de jóvenes, así como a un amplio segmento de esos trabajadores blancos ya muy descontentos, pero tenía problemas para convencer a los afroamericanos e hispanos, claves para la candidatura demócrata. Sólo Trump había logrado convertir la pertenencia a la clase obrera blanca en una nueva identidad política. Era la identidad del perdedor con ganas de que todo saltase por los aires; victimista, violenta y nostálgica. Pero generaba muchos votos.
“Estados Unidos ya no es lo que era. Éramos un país generoso que ayudó a que el mundo se levantara tras la Segunda Guerra Mundial; ahora somos un caldo tóxico de resentimiento. Y Trump sabe aprovecharse de ello”, se lamentaba William Greider, el veterano periodista de la revista The Nation, mientras hablábamos en su oficina de la calle K, en Washington DC. Greider ha sido cronista del declive de la clase obrera estadounidense con varios ensayos y es autor de una de las obras de referencia para entender el funcionamiento de los bancos centrales. “No suelo hacer previsiones apocalípticas o histéricas. Pero si miras la campaña presidencial estadounidense, es obvio que las cosas se están desquiciando hasta el extremo”. Efectivamente, conforme se acercaban las presidenciales del 2016, lo más desolador de este nuevo panorama político era que un enfrentamiento entre Hillary Clinton y Donald Trump iba a suponer la guerra entre blancos pobres y negros e hispanos aún más pobres. La peor de todas las opciones. Daba miedo y asco, pero no habría pizca de esperanza.
“Los trabajadores blancos votaban como pavos antes de Acción de Gracias, ahora prefieren Halloween” “EE.UU. ya no es lo que era; éramos un país generoso, ahora somos un caldo tóxico de resentimiento”