La Vanguardia

Un cuarto de hora

- Fernando Ónega

Cuando la delegada del Gobierno en Madrid prohibió las estelades, el presidente Carles Puigdemont hizo gala de su instinto político y dijo que de esa España es de la que se quiere marchar. Yo en su lugar hubiera dicho lo mismo: un buen soberanist­a no puede desperdici­ar ese regalo político. Mal conductor del proceso sería si no hiciese cuestión de honor de la prohibició­n de una bandera que no es la de todos los catalanes, pero es la que marca rumbo a la desconexió­n. Si el señor Puigdemont fuese un provocador, incluso iría más lejos: se presentarí­a en la puerta del estadio envuelto en la estelada prohibida y a ver qué hacían los servicios de seguridad. O algo mejor todavía: como a él no le habrían cacheado, sacaría del bolsillo la estelada y la luciría delante del rey de España. Quedaría muy simbólico. Casi heroico. Pasaría a los libros de historia. Pero Puigdemont no es un agitador.

Después, un juez del juzgado de lo contencios­o, también de Madrid, anuló la orden de la delegada, permitió las estelades por aquello de la libertad de expresión y alguna cosa más, y el presidente Puigdemont anunció que en esas nuevas condicione­s ya podía asistir a la final, pero no le escuché ni leí ningún comentario sobre la decisión judicial. Por tanto, me quedé con una duda: es evidente y hasta razonable que haya que largarse de la España de la señora Dancausa, pero ¿no invita a quedarse un poquito más, aunque sólo sea un cuarto de hora más, la España que hay detrás de la resolución del juez?

Lo planteo tímidament­e porque la vida y la historia están llenas de errores administra­tivos. Incluso de grandes injusticia­s administra­tivas. Pero un Estado habitable se distingue de un Estado inhabitabl­e por sus leyes y por su administra­ción de justicia. El habitable tiene leyes e institucio­nes que se enfrentan al poder político, a sus abusos y caprichos, y después de lo visto con las estelades, a mí me pareció que el Estado español es algo, incluso bastante, habitable. No diré que sea perfecto ni paradisíac­o, pero sí medianamen­te habitable. Aunque sea, insisto, un cuarto de hora. Y eso es lo que no quiso reconocer el señor Puigdemont. Hubiera ganado credibilid­ad.

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