Vanguardista visionario
La historia de la literatura está llena de trampas, tendidas por manipuladores o por sabios ignorantes. En el campo de la poesía se han establecido falsas jerarquías que han condenado al olvido durante muchos años a poetas como Francisco Pino, Alfonso Costafreda, José María Fonollosa o Juan Eduardo Cirlot. Es alentador que en muy escaso tiempo se esté tratando de recuperar a muchos, lo que replantea nuestras preferencias. Pienso en la edición de Ciudad del hombre, de Fonollosa o en la de la poesía completa de Carlos Barral. Y pienso sobre todo en Cirlot, que pagó muy caro su desarraigo, pero sobre todo la modernidad de su poesía y sus ambiciosos planteamientos de visionario. Su paso por el surrealismo y por el dadaísmo acaban por desembocar en la espiritualidad, en lo onírico, en lo oculto o en la magia. Tuvo valedores como Juan Ramón Masoliver, Guillermo Díaz Plaja, Josep Janés o Juan Perucho. Todo invitaba a que se le reconociera como uno de los grandes poetas del siglo XX. En cambio, a pesar de las ediciones de Leopoldo Azancot, Clara Janés y Victoria Cirlot, se le siguió silenciando, algo que para un lector de hoy resulta escandaloso. Uno habría pensado que los nuevos poetas que surgieron a finales de los 50 iban a ser sus mejores lectores, y no fue así. Diría que todo lo contrario. Afortunadamente, la publicación de su extraordinaria Nebiros y ahora la biografía son una invitación a regresar a los espléndidos poemas del ciclo de Bronwyn, a esta mujer que es todas las mujeres, incluidos los ángeles y las diosas. Nos seduce la sensualidad, la audacia de las imágenes, un mundo oculto y misterioso que sin embargo nos llega con seductora claridad. Ha pagado el precio de ser un poeta realmente único, tan vivo y tan “cansado de ser muerte y ser”.
Pagó muy caro su desarraigo, pero sobre todo su modernidad