La historia se despliega en los Andes
Aunque Quito conserva el conjunto colonial más grande y mejor conservado de América Latina, Ecuador tiene muchas cosas más: desde la espesura del bosque tropical hasta los paisajes impresionantes de los Andes o el espectáculo natural de las Galápagos. Recorremos el país y hablamos con algunos de sus habitantes para entender un poco mejor su historia.
QUITO HISTÓRICO
La penetrante luz azul que tiene el amanecer en una ciudad situada a tan alta altitud como Quito inunda el casco antiguo de la capital ecuatoriana. Los camiones circulan con estruendo sobre las calles irregularmente empedradas con adoquines traídos de las laderas del Rucu Pichincha, la montaña que se yergue dos mil metros por encima y que oculta otra montaña situada justo detrás, el volcán Guagua Pichincha.
Los comerciantes abren sus tiendas y se saludan entre sí mientras exponen sus distintas mercancías: sacos llenos de comino y canela, cacerolas de aluminio, piñatas con forma de unicornio, con motivos de Minnie Mouse o Bob Esponja... Frente a las tiendas hay mujeres indígenas, vestidas con ponchos de lana y sombreros negros de fieltro, extendiendo unas esterillas alo largo de las aceras para enseñar sus productos: mazorcas de maíz, patatas y aguacates cultivados en los pueblos cercanos, desde los que viajan a la ciudad cada día.
“Puedes oír todo tipo de ‘chismes’ a nuestro alrededor –nos comenta Paola Carrera, la guía con la que recorremos el barrio de San Roque–. Secretos, noticias y cotilleos que comparten estos vendedores, llegados a la capital desde todos los rincones de Ecuador”. Como la mayoría de los autóctonos que pasan por delante de la imponente iglesia encalada de San Francisco, situada en las cercanías, Paola se persigna al pasar bajo sus puertas de madera maciza; algunos también tocan las esculturas de dioses del sol de la entrada, una acción que, dicen, recarga de energía.
La primera piedra de la iglesia se colocó en 1535, poco después de que el cordobés Sebastián de Benalcázar fundara la ciudad el 6 de diciembre de 1534, con el nombre de San Francisco de Quito, sobre las ruinas de la ciudad incendiada por el general inca Rumiñahui para que los invasores no sacaran provecho de ella. En un pragmático intento por ganarse el apoyo nativo, los monjes franciscanos permitieron que los símbolos religiosos de los indígenas quitu se mezclaran con los católicos de los invasores. Los conquistadores también trajeron consigo un estilo de arquitectura con influencias moriscas del norte de África, y demostraron su riqueza en los espectaculares dorados del interior: para la gente de Quito, el oro refleja el poder eterno de su dios sol.
Adentrándose más en el barrio, Paola nos presenta a algunos de los artesanos de las tiendas. Don
Gonzalo Gallardo se especializa en la restauración de efigies religiosas: nos muestra a un niño Jesús de plástico, chamuscado en un incendio casero, y una Virgen María de escayola sin brazos, rota accidentalmente en un santuario. César Anchala dirige la sombrerería Benalcázar, una tienda de sombreros creada por su padre hace sesenta y cinco años. El suyo es un negocio variado, porque también tiene a la venta caretas que se usan en festivales como el Inti Raymi, que se remonta a los incas que se establecieron aquí en el siglo XV. Las máscaras muestran demonios aterradores, además de políticos ecuatorianos.
ASCENDIENDO A OTAVALO
La carretera por la que vamos hacia Otavalo va ascendiendo dando botes por los Andes; vemos cerdos negros descansando junto a las cunetas y vacas pastando en un campo de hierba que les llega a las rodillas. Hay cultivos de habas, altramuces y maíz rodeados de plantas de agave, con sus pinchos y su
aspecto alienígena característicos. Al igual que en Quito, el mercado al aire libre de Otavalo es punto de encuentro de los habitantes de los alrededores. Hoy, la misa en la iglesia principal se oficia en quechua, la lengua indígena precolombina que se habla en la zona andina de Ecuador, Perú y Bolivia. Afuera, la gente de la etnia otavaleña espera tranquilamente su clientela: los hombres llevan ponchos de color azul oscuro, pantalones blancos y sombreros de fieltro negro, de los que sobresale una larga cola de caballo trenzada; las mujeres llevan collares de cuentas de vidrio envueltas en pan de oro, blusas blancas con motivos florales y una larga falda negra.
El mercado diario de alimentos y artesanía (el sábado es el día más importante) está repleto de productos transportados desde los fértiles suelos volcánicos –moras y tomates de árbol, alfalfa y distintas variedades de plátano, maíz y judías–. En el corredor central del mercado se sirve comida: sopa de pollo, almejas, humitas, quimbolitos, choclos y hornado (cerdo adulto asado al fuego).
Rosario Tabango muestra, orgullosa, un certificado que declara que el suyo es el mejor hornado de todo Ecuador, garantizado por el mismísimo presidente del país.
Aunque los vestidos otavaleños los usan casi todos los vendedores del mercado, es difícil encontrarlos a la venta. Sus antepasados, desde la época precolombina, se han dedicado a satisfacer la demanda de sus consumidores, y, en esta época, eso significa ponchos de poliéster de colores intensos, camisetas con las efigies del Che Guevara y Bob Marley y sombreros con borlas, para los turistas que están de paso.
La artesanía más tradicional se conserva mucho mejor en las aldeas al noreste de Otavalo: Cotacachi, Atuntaqui o Agato; en esta última hay un taller repleto de telares, cestas de lana de alpaca y una jaula llena de cuyes chillando, donde Luz María Andrango teje un guagua chumbi (un fino cinturón de tela bordado), que se usa para ajustar la blusa de las mujeres otavaleñas.
En la cercana Peguche se encuentra la fábrica de quenas de José Luis Fichamba, que lleva cuarenta y seis años trabajando en ello. “Hice mi primera quena a los diez años, y pronto empecé a hacerlas para mis amigos, para que pudiéramos formar una banda”, dice. Hijo de un tejedor y nieto de un músico, José Luis todavía fabrica payas (unas pequeñas flautas de pan), rondadores (más grandes, con los que se pueden tocar dos notas a la vez) y gaitas otavaleñas (unas flautas traveseras de madera). La música de José Luis suena sincera, suave y hermosa, con la imagen de los volcanes nevados en la lejanía.
PASADO COLONIAL EN IBARRA
El Tren de la Libertad no tiene prisa por partir. Un equipo de operarios, uniformados con chaqueta y pantalones vaqueros, revisa los dos vagones del tren, pintados con un alegre color rojo, que tienen que estar listos para una exigente ruta de descenso desde la altura de los Andes hasta su destino final. En Ibarra, la ciudad más grande al norte de Quito, no existe lo que se llama “hora punta”. Hay taburetes de madera junto a las vías del tren; la gente comparte cafés, y los vendedores ambulantes vocean sus productos a los pasajeros. Este antiguo puesto de avanzada de montaña colonial tiene una historia turbulenta. Se dice que el Imbabura es el monte sagrado que protege la región –los lugareños lo llaman taita (“padre”, en quechua)–, pero el terremoto de 1868 devastó Ibarra. A los pies del volcán se
encuentra el lago Yahuarcocha ;su nombre significa “lago de sangre”, en memoria de los treinta mil guerreros de la etnia indígena caranqui que fueron asesinados aquí en el siglo XV por las fuerzas del emperador inca Huayna Cápac.
Cuando suenan las campanas y la bocina, todo parece ponerse en marcha. La ceremonia de partida gana en espectacularidad con la llegada de dos motoristas de escolta. Montan sobre las vías, durante la primera mitad de su recorrido, para espantar al ganado que se aproxima a los raíles y para obligar a los camiones cargados de caña de azúcar a detenerse en los pasos a nivel. El viaje va a ser breve, pero muy pintoresco: en el par de horas que dura el recorrido de esos treinta y cinco kilómetros, el tren atraviesa cinco túneles socavados a mano a principios del siglo XX y cruza dos puentes que salvan sendas quebradas. A medida que la altitud pasa de los 2.200 a los 1.600 metros, la ruta nos va mostrando pantanos, llanuras áridas y extensiones donde vemos cactus solitarios y bromelias gigantes, al mismo tiempo que la temperatura pasa de los 15 °C a los 30 °C.
Los ocupantes del tren son un reflejo aproximado de la diversidad de la población de Ecuador: un 3% de afroecuatorianos, un 25% de indígenas y una mayoría formada por los llamados “mestizos”, mezcla de ascendencia española e indígena. Cuando la ruta se nivela, el tren pasa por una zona donde todo lo que se ve en el horizonte son plantaciones de caña de azúcar, en las que los jesuitas establecieron las primeras haciendas en el siglo XVI. Los jesuitas no tardaron en darse cuenta de que los fuertes esclavos africanos podían recoger la caña de manera más productiva que los achaparrados trabajadores indígenas. El nombre de esta línea férrea es un homenaje a la manumisión de estos esclavos, que se produjo a mediados del siglo XIX.
HACIA EL BOSQUE TROPICAL
Junto con la Amazonia, el Chocó es la otra forma de selva tropical que se encuentra en Ecuador. Es uno de los ecosistemas más húmedos y con mayor biodiversidad de la Tierra, amenazado por la contaminación de los cursos de agua, la agricultura de tala y la quema y la tala ilegales.
José Napa era antiguamente agricultor de subsistencia: cultivaba maní, yuca y plátano. Luego comenzó a trabajar en una explotación forestal. Hace catorce años construyó un pequeño hotel donde antes se asentaba el aserradero local y comenzó a trabajar en ese establecimiento. El pequeño hotel se convirtió en un ecohotel, Mashpi Lodge, situado en una reserva natural de 1.200 hectáreas, donde antiguamente había una concesión maderera.
La reserva se encuentra dentro de una zona más extensa: diecisiete mil hectáreas destinadas al desarrollo sostenible. José conoce profundamente el bosque, fruto de haber pasado gran parte de su vida recorriéndolo de un extremo a otro. Él adivina la presencia de un corcovado pechirrufo –una pequeña ave galliforme– por el más leve roce de una hoja en la maleza. A continuación señala uno de los frutos que entusiasman a los tucanes del Chocó –porque les embriaga ligeramente– y un hongo conocido como “los dedos del hombre muerto”, que hay que quebrar para extraer un ungüento antibiótico usado por los nativos como cura para las infecciones en los ojos.
Varios equipos de científicos se han instalado de forma permanente en la reserva de Mashpi, investigando sus muchas especies de mariposas, preparando la reintroducción del mono araña de cabeza negra, en grave peligro de extinción, y usando cámaras fotográficas ocultas para filmar a los mamíferos que se ocultan en la espesura del bosque.
LAS GALÁPAGOS
Bajo el brillante resplandor de una puesta de sol tropical, un grupo de taxistas se enfrenta en un partido de voleibol. Los niños pequeños gritan, y las palomitas de maíz se consumen en grandes cantidades, mientras algunos visitantes se unen a la multitud que vitorea a los jugadores. Un león marino de Galápagos se acerca a un banco del embarcadero de Puerto Ayora, se apoya en sus aletas para subir y, una vez arriba, parece decidido a echarse a dormir, aunque mantiene un ojo abierto por si aparece algún bocado. La rápida marea vierte una horda de zayapas (un tipo de cangrejos) en la costa, y con sus garras escarlata sondean las rocas en busca de alimento. A ellos se suman las iguanas marinas, arrugando sus hocicos al expulsar por las fosas nasales la sal absorbida durante sus inmersiones para comer algas. Las Galápagos fueron llamadas las islas Encantadas por los primeros exploradores que llegaron aquí en el siglo XVI, y ciertos mitos acerca de ellas siguen vivos. No todo el mundo sabe que este archipiélago de diecinueve
islas es parte de Ecuador, cuya superficie continental se encuentra a mil kilómetros de distancia. Y aunque la vida silvestre capta toda la atención, treinta mil personas conviven con la fauna, la mitad de ellas en la ciudad de Puerto Ayora, en la isla central de Santa Cruz.
La mayoría de los encuentros con la fauna más típica de las Galápagos se pueden tener en Santa Cruz: “Toda la fauna está feliz ahora, hay mucha comida”, dice Ramiro Jácome Baño, un guía del Parque Nacional Galápagos.
Además, en la Estación Científica Charles Darwin está teniendo lugar ahora mismo un gran triunfo para la conservación: más de tres mil crías de tortugas gigantes han alcanzado un tamaño con el que ya pueden resistir el ataque de especies invasoras, como gatos, cerdos o perros, introducidos por los marineros o los primitivos habitantes que se instalaron aquí. Las tortugas adolescentes son liberadas en el medio natural, y pueden vivir hasta una edad de doscientos años. Hoy, con el intenso calor del mediodía, holgazanean como rocas majestuosas en las piscinas de barro de la reserva de tortugas El Chato.
La variada avifauna de Santa Cruz también se puede ver en el ecohotel Finch Bay, al que se accede tras un breve paseo en barco-taxi desde Puerto Ayora. Los huéspedes comparten el bar al aire libre con sinsontes de Galápagos –que están cazando pequeñas lagartijas– y la piscina, con una familia de patos gargantilla. La playa de Puerto Ayora se encuentra un poco más allá, donde la gente se relaja y se coloca las gafas de bucear y los tubos respiradores para descubrir criaturas tan sobresalientes como la fauna terrestre. Metiéndose un poco mar adentro, puede verse una tortuga verde buceando entre las algas y un trío de rayas águila deslizándose en perfecta formación.
Después de veinte años como guía, la vida marina de las Galápagos todavía sorprende a Ramiro Jácome Baño. “Recientemente se me acercó una manta raya –dice–. Tenía una red de pesca enredada alrededor de sus cuernos, y me dejó que se la quitara antes de desaparecer en las profundidades”.