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La histórica visita del presidente Obama a Hiroshima; y el intempesti­vo anuncio de otra huelga de metro.

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LA primera visita de un presidente estadounid­ense a Hiroshima fue presidida por la sencillez de los grandes gestos. Acompañado del primer ministro japonés, Shinzo Abe, Barack Obama depositó en el Parque de la Paz una corona de flores en homenaje a los más de 200.000 civiles fallecidos en aquella ciudad y en Nagasaki, hace casi 71 años, tras el lanzamient­o de dos bombas nucleares que precipitar­on el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y quiso recordar que la memoria de aquellas víctimas debe permanecer porque es la “esperanza para el futuro” y “alimenta un cambio” para la paz.

Tal como se había anunciado, Obama no pidió perdón por aquel espeluznan­te ataque atómico, sino que lo utilizó para insistir en la necesidad de acabar con la proliferac­ión del arma nuclear. “Busquemos un futuro en el que Hiroshima y Nagasaki no sean conocidas como el amanecer de la guerra nuclear, sino como el comienzo de nuestro despertar moral”, dijo Obama, tras el emocionado abrazo con tres supervivie­ntes de los dos primeros y únicos ataques con armas nucleares de la historia de la humanidad.

¿Debería Obama haber pedido perdón por aquellas mortíferas bombas? Mucho se ha escrito sobre la extrema mortandad de la Segunda Guerra Mundial. Las cifras de víctimas civiles y militares de aquella gran conflagrac­ión no tienen todavía un cómputo exacto. Pero los estudios de los historiado­res más acreditado­s hablan de alrededor de 60 millones de muertos, siendo la antigua Unión Soviética el país más castigado con cerca de 26 millones de muertos, seguido de China, con más de 13,5 millones, y Alemania con un cifra superior a los 5,5 millones, sin olvidar los casi 6 millones de judíos exterminad­os en el Holocausto. Japón sufrió alrededor de 2,2 millones de víctimas mortales, un millón de las cuales fueron soldados y el resto, civiles. Estados Unidos perdió medio millón de personas, en su gran mayoría militares, 220.000 de los cuales en las batallas del Pacífico y el resto en los campos de Europa. Cifras todas ellas que, setenta años después, todavía resultan estremeced­oras.

La utilizació­n de la bomba atómica contra la población civil de Hiroshima y de Nagasaki fue argumentad­a entonces en la necesidad urgente de acabar la guerra. Tras la caída del Tercer Reich, en mayo de 1945, Japón constituía el último obstáculo. La invasión del imperio por parte del ejército norteameri­cano era un objetivo que amenazaba con multiplica­r la cifra de víctimas por parte de ambos bandos, y el nuevo enemigo de Occidente, la Unión Soviética de Stalin, obligaba a tomar decisiones con celeridad extrema. Había que obligar a Japón a firmar el armisticio y las bombas atómicas sobre las dos ciudades japonesas fueron lanzadas con este objetivo: ganar la guerra y ahorrar víctimas estadounid­enses.

Setenta años después, en su visita a Hiroshima, el presidente Barack Obama no ha pedido perdón por aquella polémica y trágica decisión, con lo que asume el argumento de la necesidad de acabar con la guerra y de ahorrar más sufrimient­o a los soldados norteameri­canos. Pero ha utilizado el ejemplo pavoroso de aquella mortandad para prevenir al mundo sobre el peligro del arma nuclear, uno de los ejes de sus dos mandatos presidenci­ales, en un momento en que el mundo se enfrenta a nuevos retos, como son la amenaza de la nuclear izada Corea del Norte, el peligro que supone la extensión del terrorismo global y el riesgo de que pueda acceder a ese armamento. Por esa razón ha pedido no olvidar nunca lo ocurrido en aquellas dos ciudades japonesas en el verano de 1945.

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