Los hijos de héroes
¿Cuándo se justifica la libertad de seguir una pasión que entraña riesgo?
Por qué subes montañas?, le preguntaron al mítico escalador británico George Mallory tras una de sus expediciones al Everest. Respondió con una de las frases más enigmáticas y profundas que se conocen: “Porque estaba allí”. Tal es el magnetismo que ejercen las montañas sobre los alpinistas que desestiman los riesgos buscando coronar la cumbre. El Everest se cobró la última víctima el pasado 20 de mayo. La australiana Maria Elizabeth Strydom, de 34 años, que quería demostrar que se puede llegar a la cima siendo vegana, murió víctima de un ictus cerca del campo 4. Es la cuarta muerte en el Everest en una semana.
El deseo de ascender la montaña, especialmente la más alta del mundo, es equiparable en términos de peligro a la de rodear el planeta cruzando mares y océanos en un velero, o a la de saltar al ruedo y enfrentarse a un descomunal animal, primitivo, ancestral. Un tótem. O a la de viajar a territorios en guerra como hacen soldados, cooperantes o corresponsales. “Detrás de estas vocaciones parece existir un deseo genuino y trascendental que les guía en sus acciones”, explica el filósofo Joan Roma, presidente del Instituto Innova. “Las parejas de las personas con estas inclinaciones respetan la libertad del compañero. Intuyen que el miedo a la pérdida no debería ser superior a la tentación de cerrar ventanas y puertas para que el gato quede encerrado y a su disposición”. La pareja puede comprenderlo, pero los hijos, si los tienen, pueden preguntarse de adultos por el valor que a su existencia le dio el padre o madre fallecido. Y si ese valor era mayor que su pasión.
¿Cuándo se justifica y cuándo no? Unas inclinaciones se diferencian de otras, básicamente por su vocación de servicio. Como la belleza del arte para el torero, la patria para el soldado, o la salud y la información, para el médico y el periodista en un conflicto bélico. Navegar en solitario o ascender una montaña no proporcionan ningún servicio a los demás aunque tienen un áurea especial: la llamada de la naturaleza.
Si bien existe la posibilidad de morir en la práctica de otras actividades como en los deportes extremos o en la simple conducción rápida de un vehículo. Incluso fumar, que comporta “serios riesgos para la salud”, como indican las cajetillas, podría entrar en esa categoría. Y eso no se cuestiona.
“Cuando estás en la montaña, el pasado y el futuro dejan de ser relevantes. Sólo importa el presente. Cuando asciendes a la cumbre dejas de ser hijo, hija, mujer, marido. Eres el dolor de tus músculos y el deseo de llegar a la cumbre”. Así empieza el documental K2 Tocando el cielo, con el testimonio de la directora polaca Eliza Kubarska, con la que este diario ha conversado (artículo contiguo). “Ese estar aquí, ni antes ni después, no se puede comparar con nada más”, afirma en el filme. Los alpinistas ascienden hacia el pico más alto del planeta con el anhelo de rozar el cielo con sus dedos, flotando en ese presente eterno. Ni antes, ni después. Pasan frío, hambre, cansancio, dolor, falta de oxígeno. Todo el sufrimiento se sublima por una llamada irrefrenable de una montaña que, según sus palabras, se deja dominar o los engulle. Si vuelven a casa, son recibidos con gloria.
“Son como héroes homéricos con un mandato casi divino. To-
“Parece existir, tras algunas pasiones, un deseo genuino y trascendental”
Intuyen que el miedo a lo que pase no debe ser mayor a la tentación de encerrarlos en casa
can el cielo y regresan con celebraciones a su gesta. Esa divinización social justifica que carezcan de obligaciones terrenales”, indica el pensador Roma. “Las obligaciones terrenales, como los hijos, quedan para los humanos”.
Cuando los montañeros llegan al campo base tras un día de escalada suelen decir, exultantes, “¡y nuestras familias, preocupadas!”. Esta frase denota que existe mayor consciencia que en épocas anteriores del dolor que la ausencia puede provocar en el círculo afectivo. “La libertad de elección choca con la responsabilidad que tenemos como individuos en relación a otros”, considera el psicoterapeuta Luis Muiño. “Los humanos somos distintos y nos mueven motivaciones profundas diferentes”.
Así, explica, las motivaciones tienen respuestas bioquímicas distintas. “Hay quien jamás se pondrá en riesgo por proteger a sus seres queridos y otros que persiguen el reto”, añade. Uno y otro son antagónicos a un nivel profundo por lo que jamás se comprenderán. Por ello cree que los hijos no tienen por qué compartir las motivaciones íntimas de sus padres, que fueron libres de elegir como querían vivir su vida y el grado de riesgo que querían asumir. “Eso no significa que tengan derecho a mostrar su enfado por el abandono que sienten”, concluye.
Los duelos por personas cuyos cuerpos se han quedado en la montaña no son fáciles. La fantasía de que el padre está de vacaciones o se ha perdido y que un día encontrará el camino de regreso a casa puede perdurar hasta la edad de adulto. Joan Roma se pregunta: “¿Dónde colocan los hijos al padre para no sentir que los abandonó por algo más importante que ellos mismos, afirmación que les haría sentirse menos queridos?”. Depende del relato que le den en el momento del fallecimiento. La persona de apego, el progenitor que quede, le ayuda a interpretar los hechos. “Quizás será la narrativa del héroe que dejó su vida por vivir su pasión, explica. Crecerá con un padre imaginado. Y probablemente de adulto, sienta la necesidad de reelaborar esa primera narración”. Será el momento en que su propia vida se ponga a prueba.
Los hijos de estos héroes, según Muiño, pueden compartir la pasión de sus padres y oír también la llamada de la montaña.
“Son como héroes homéricos con un mandato divino; tocan el cielo y regresan”
“Los hijos no tienen por qué entender a sus padres, pero tienen derecho a enfadarse”