Aliados pero rivales
Llàtzer Moix analiza la situación política: “Junts pel Sí se ha revelado como un grupo de socios mal avenidos. La pulsión cainita entre CDC y ERC, sus dos grandes promotores, parece a veces el rasgo definitorio de esta coalición, su principal elemento cohesionador. La reciente polémica entre el vicepresident Oriol Junqueras y el president Carles Puigdemont a propósito de la conveniencia de incrementar el IRPF ha sido en este sentido elocuente, además de cómica”.
De un tiempo a esta parte, he oído a más de una persona afirmar que la sociedad catalana presenta síntomas de enfermedad. Como si estuviera atrapada en un bucle de tics que empobrecen su día a día, de disfunciones que obstaculizan su progreso. Naturalmente, la vida sigue aquí su curso, e incluso es posible vivirla con plenitud, al menos en la esfera privada. Otra cosa es la escena pública, la de la sociedad catalana en su conjunto, que se ha instalado en la ansiedad y ya no parece capaz de resolver sus cuitas de modo consensuado.
Se hace difícil diagnosticar con precisión esa presunta enfermedad. Pero no lo es tanto describir uno de sus síntomas: la fiebre del hegemonismo, que se extiende por doquier. Es decir, la tentación hegemónica de algunos de los principales actores políticos, su determinación de imponer los criterios propios, independientemente de su representatividad real, que en ocasiones puede ser importante, y en ocasiones minoritaria.
Hegemonía es un término procedente del griego que significa dirección o jefatura. El hegemonismo es la tendencia a ejercer la hegemonía sobre un colectivo. Este fenómeno fue analizado y teorizado por el marxista italiano Antonio Gramsci durante los años que pasó encarcelado por la hegemonía mussoliniana. Tradicionalmente, se han descrito dos niveles de hegemonismo. Por una parte, el que persigue el dominio político y económico en el seno de una sociedad, frecuente antesala de la lucha de clases. Por otra, el que aspira al dominio mundial. Hasta la fecha, este último ha estado sólo al alcance de las superpotencias económicas y militares. Hoy quizás esté ya en manos de poderes de rostro desdibujado, libres de escrutinio.
En Catalunya, desde que el eje nacional se superpuso al eje derecha-izquierda como rector de la acción política, la ambición hegemónica del soberanismo es el ejemplo más ilustrativo de este concepto. Sus expresiones se suceden. Ha caracterizado, por ejemplo, las últimas manifestaciones del Onze de Setembre, en las que se ha recurrido a las movilizaciones masivas para tratar de dar cuerpo a una opinión que se quiere hegemónica. Se ha visto también en la desinhibida, pertinaz y corrosiva manipulación de los medios de comunicación controlados por el Govern, donde la idea de servicio público, consustancial a las entidades subvencionadas por todos, ha sido relegada por la proximidad –por no decir la sumisión– al soberanismo. Y se ha visto y se ve también a menor escala en los más dispares escenarios y ocasiones. Por ejemplo, en la colonización de partidos de fútbol, como la final de Copa, donde la lucha nacional cabalga a lomos de la deportiva; o, por ejemplo, en la de instituciones como el Cidob, donde se echa por la borda un prestigio intelectual labrado durante decenios para ponerlo al servicio de la proyección soberanista en el exterior.
En pos de esa ambición hegemónica, los políticos soberanistas han protagonizado grandes operaciones de convergencia –con minúscula–, convencidos de que su objetivo común constituía un pegamento indestructible. Luego se ha visto que no, o que no tanto. Junts pel Sí se ha revelado como un grupo de socios mal avenidos. La pulsión cainita entre CDC y ERC, sus dos grandes promotores, parece a veces el rasgo definitorio de esta coalición, su principal elemento cohesionador. La reciente polémica entre el vicepresident Oriol Junqueras y el president Carles Puigdemont a propósito de la conveniencia de incrementar el IRPF ha sido en este sentido elocuente, además de cómica. No lo digo yo: el president en la reserva Artur Mas la calificó como “espectáculo ridículo”. Los rifirrafes de la Assemblea Nacional Catalana revelan las luchas partidistas en su seno. Por no hablar de la CUP, ahora deseosa de romper el pacto de estabilidad que acordó con JxSí, tras descubrir que con reducido apoyo popular y aliados mayores pero debilitados por sus rencillas también se puede influir en la política local con maneras hegemónicas. En efecto, el hegemonismo recorre Catalunya. Al igual que recorre España de la mano, por ejemplo, de hegemonistas de tomo y lomo como Pablo Iglesias.
Hemos mencionado ya en esta nota la fiebre del hegemonismo, la tentación hegemónica, la ambición hegemónica, las maneras hegemónicas… También podríamos hablar de las consecuencias de todo ello: de la deriva de la sociedad cuando arrecia el hegemonismo. Decimos que una nave deriva cuando se desvía de su rumbo. Decimos que está a la deriva cuando flota sobre el mar sin gobierno, a merced del viento, el oleaje o las corrientes. En el caso que nos ocupa, del viento, el oleaje o las corrientes soberanistas.
¿Significa todo eso que vivimos en una sociedad enferma? Quizás sean palabras excesivas. Pero observo todos esos síntomas y pienso que denotan un afán uniformizador, un ensimismamiento progresivo y una crisis de personalidad colectiva, que algunos, más partidarios de la diversidad y la pluralidad –auténticas vitaminas de cualquier sistema político–, no logramos ya reconocer como propia. Casi todas las opciones políticas me parecen respetables. Salvo las guiadas por el afán hegemónico. Acaso porque el instinto y la historia nos aconsejan recelar de ellas. Y porque algunos de los síntomas aquí expuestos no hacen sino abonar ese recelo.
Actores políticos con diverso grado de representatividad social sucumben por igual a la tentación hegemónica