La Vanguardia

El hombre del cajero

- Llucia Ramis

Dice que su historia no merece ser contada, las hay más graves que la suya. Vivía con su madre. Ella murió y él, que la cuidaba, se quedó en la calle. Así de simple. “Las herencias, ya se sabe, ¿no fue Puerto Hurraco culpa de propiedade­s y familias?”, comenta sentado en el suelo del cajero. Come tortilla de súper, bebe agua en un vaso de plástico. Thor y Ulises dormitan en una alfombrill­a de perro. Sobre el expendedor de dinero, ha colocado sus libros como en una estantería. La mayoría son clásicos: La Ilíada, El Quijote, Los hermanos Karamázov.

“¿Sabes por qué los Rolling Stones se llaman Sus Satánicas Majestades? Por ese”, dice. Es El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Se apilan en un rincón tres bolsas enormes llenas de cosas que le lleva la gente. Cosas más o menos útiles, como una manta que alguien le acercó una madrugada cuando, de vuelta a casa, lo vio durmiendo acurrucado en el suelo.

Por las mañanas, antes de que abran la oficina, lo saca todo. Charla con unos chavales en la plaza del Diamant, o pasea por el barrio con sus perros. Todos le conocen. Algunos le ofrecen dinero. También los hay que, al verle, prefieren cambiar de cajero.

En Barcelona hay registrada­s 2.914 personas sin hogar, de las que 941 duermen en la calle. Esta oficina es su techo. Habla de política. No le gustan

La protesta se vuelve un pretexto para declarar una nueva guerra entre Mossos y antisistem­a

ni los unos ni los otros. Tampoco le gustan los periodista­s porque, ¿a qué medio vas a creer, si tienen discursos distintos dependiend­o de su ideología? No le gustan los bancos. A nadie le gustan. ¿Y no es irónico que le acoja una sucursal bancaria? Pero, en realidad, nunca llegamos a intuir el alcance de la ironía.

El miércoles, el barrio ardió, por tercera noche consecutiv­a. Barricadas con contenedor­es, helicópter­os, sirenas. Desde los balcones, los vecinos fotografía­n el fuego que, con el humo y la luz de los furgones, crea colores bonitos. O golpean cacerolas a favor de los manifestan­tes. En la calle, un burdo baile de provocacio­nes: grupos de niñatos queman o rompen algo, mientras controlan que los Mossos les miren. Si no les hacen caso, se ponen a correr para que les persigan, como en un bestia patio de colegio descontrol­ado. Los antidistur­bios dan miedo, hacen daño y pese a ello, no evitan los daños en el mobiliario urbano.

Y todo, a raíz del desalojo del Banc Expropiat, ocupado cuatro años como símbolo contra el impacto de la crisis financiera e hipotecari­a. La protesta se vuelve un pretexto para declarar una nueva guerra entre Mossos y antisistem­a, cuya vertiente más bárbara se van cargando las sucursales que se cruza en el camino. También dirán que es simbólico. A nadie le gustan los bancos. Me pregunto cómo habrá quedado la que les da techo, a él y a sus perros. ¿Destrozada en nombre de la revolución o como si no hubiera pasado nada? Dice que su historia no merece ser contada. Así funciona el sistema.

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