El fútbol y el hecho andaluz
El fútbol es deporte profesional, negocio, competición, espectáculo, pero también un instrumento político para galvanizar en torno a aspiraciones –generalmente nacionalistas– a masas populares. La impronta de lo nacional –de los mejores atributos patrios– se asocia a los éxitos futbolísticos. Pocos países y ningún nacionalismo se sustraen a esa inercia que, habitualmente, no genera riesgos y sólo sirve para la expresión emotiva de la personalidad colectiva. Aunque no siempre este fenómeno es inocuo. Por ejemplo, en España los déficits de adhesión nacional han sido suplidos en estos últimos años por las victorias de la selección española (la roja); para el nacionalismo vasco, el Athletic de Bilbao refleja –con el númerus clausus de sus jugadores en función del lugar de su nacimiento– uno de los aspectos más característicos de la idiosincrasia vasca, el Barça es “más que un club” con las evocaciones que, por obvias, no precisan argumentación adicional, y el Real Madrid representaría en este imaginario una suerte de españolismo esencialista que se opondría a las veleidades segregacionistas.
En la democracia española ha surgido con fuerza –emergió al inicio de la transición– un nuevo actor en el concierto de las identidades territoriales: el andalucismo. Resulta muy sintomático que el historiador José Álvarez Junco, en su último libro, incluya Andalucía en la lista de “identidades alternativas a la española en la península Ibérica”. El catedrático repasa el “regionalismo” andaluz que tuvo trazos nacionalistas con Blas Infante bajo cuya tutoría ideológica aquella comunidad llegó a definirse en 1919 como “una realidad nacional” propugnando en el Manifiesto andalucista de ese mismo año “el acabamiento de la vieja España (…) declarémonos separatistas de este Estado que, con relación a individuos y pueblos, conculca sin freno los fueros de la justicia… y de la libertad”.
El nacionalismo andaluz, en su expresión política, ha fracasado pero se ha instalado en el socialismo encarnado por el PSOE, un andalucismo con ribetes identitarios –considerados muy frívolamente como meramente folklóricos– que han logrado apretar las filas de los ciudadanos de la comunidad más poblada de España y la segunda más extensa del país. Existe un hecho andaluz, diferente del vasco, del gallego o del catalán, pero que va solidificándose a través de dos manifestaciones: como afirmación de lo propio y como contrapunto a los nacionalismos vasco y, especialmente, catalán.
De tal manera que cualquier arreglo de orden constitucional, o de cualquier otra naturaleza, para la cuestión catalana requerirá el respaldo de Andalucía. Será más exigente que el preciso de otras, porque el PSOE de allí ha interiorizado que su misión es doble: mantener e incrementar la singularidad andaluza y alzarse como guardián de la unidad de España, con lo cual logra una funcionalidad reforzada. Hay otra realidad que quizás este andalucismo trata de hacer invisible: Andalucía no despega económicamente y sigue absorbiendo fuertes transferencias de rentas de otras comunidades. Según el INE, el ciudadano con más riesgo de caer en la pobreza reúne estas características: joven extranjero, no europeo, con educación secundaria, parado, soltero pero con un hijo o dependiente a su cargo y que vive en Andalucía.
La digresión anterior es contextual para insertar otra sobre la final de la Copa del Rey el pasado domingo en Madrid. Callejeando –lo hice– por los aledaños del Calderón era visible que la tensión social era menor que la política, pero que los aficionados del Sevilla asumían el papel español frente al separatista de los barcelonistas y que la bandera constitucional –no la verdiblanca– era la que identificaba primordialmente a los sevillistas, imbuidos, los unos y los otros, de una especie de misión politiconacional que la revocada prohibición gubernativa (tan temeraria y tan inconsistente) de exhibir la estelada catalana agudizó.
El Barça cometió también un error:
Los aficionados sevillistas asumieron el papel ‘español’, y los del Barça, el ‘separatista’
acudir al juez contencioso-administrativo para que se levantase la prohibición. Leer la resolución del juez (número 15 de los de Madrid) por la que se rechaza la petición del club azulgrana por falta de legitimación activa es aleccionador porque localiza a la entidad en el ámbito que le corresponde y que el Barça rebasó al querer situarse en la vanguardia de un debate jurídico y político en el que su papel puede ser tan simbólico como quieran sus responsables y socios pero en ningún caso institucional o judicialmente relevante. Por esa razón, entre otras, la final de la Copa del Rey fue, el domingo pasado, mucho más que un partido de fútbol y ofreció un pantallazo de la mutante y confusa realidad política española.