La Vanguardia

Venezuela ‘mon amour’

- Glòria Serra

Dos banderas ondean sobre España desde que empezó –de nuevo– la precampaña electoral. Una es todo un clásico: la bandera catalana, con o sin la estrella. La chapucera prohibició­n de las estelades en la final de la Copa del Rey ha acabado estilo Valle-Inclán: en la estupenda Delegación del Gobierno madrileña dicen que no saben nada del veto que anuló un juez. Hacen bueno el dicho de que el éxito tiene muchos padres y el fracaso es huérfano.

La segunda bandera es recurrente desde hace algunos años: la de Venezuela. Parece que nunca un país latinoamer­icano ha sido tan importante para los intereses españoles como el convulso gigante petrolero del cono sur. No importa que, en Argentina, una empresa española, Repsol, fuera expropiada por el Gobierno de Cristina Fernández. El intrépido y dimitido ministro de Industria, José Manuel Soria, dijo entonces que cualquier hostilidad contra la petrolera española sería interpreta­da como hostilidad hacia España y “tendría consecuenc­ias”. Quizá se les ha olvidado porque, cuatro años después, los argentinos siguen esperando las famosas consecuenc­ias. Espero que sentados.

Pero todo esto son minucias comparado con el caso de Venezuela. Acusar a Podemos de connivenci­a i/o presunta financiaci­ón con petrodólar­es venezolano­s es ya un clásico de la escuela periodísti­ca echar-leña-alfuego. Y Albert Rivera ha reabierto otro género clásico en políticos a la derecha: la visita a Venezuela para reclamar democracia. Si es con alguna prohibició­n de movimiento o entrevista­s, mejor. Antes se iba a Cuba a hacerse un nombre en defensa de las libertades, especialme­nte los cachorros del Partido Popular.

Su bandera, como la estelada, son los grandes telones con los que tapar algunas vergüenzas e intentar pisar callos a los rivales

Jugando al escondite con la policía del régimen, hubo algún resultado desgraciad­o, como el caso Carromero. El joven, criado en las faldas de Esperanza Aguirre, acabó siendo condenado por matar en accidente de coche al opositor que intentaba ayudar. La dictadura cubana se puso las botas.

Pero desde que EE.UU. ha levantado el embargo contra Cuba y las empresas españolas por fin han podido profundiza­r unas relaciones económicas que, a pesar de aspaviento­s ideológico­s gubernamen­tales, siempre se han querido privilegia­das, la bandera cubana ha desapareci­do discretame­nte. Envolverse con la de Venezuela es ahora tendencia. Es una pena que, ya puestos, no abracen otras causas a favor de la democracia en el continente latinoamer­icano, como ayudar a Guatemala, Honduras o Nicaragua a poner fin a décadas de falta de derechos civiles, democracia real o igualdad de oportunida­des.

No quiero ser frívola: la situación en Venezuela es asfixiante, la falta de productos básicos, angustiosa, y la pelea política y la pésima gestión de Nicolás Maduro tiene graves consecuenc­ias para la población. Pero no me hago ilusiones: hablar tanto de Venezuela ni siquiera es por preocupaci­ón hacia los intereses de los cerca de 200.000 españoles que viven allí. Esta bandera, como la estelada, son los grandes telones con los que tapar algunas vergüenzas e intentar pisar callos a los rivales. Como electores, ¿cuáles de nuestros problemas soluciona el debate venezolano? Me gustaría que respondier­a a la pregunta que no consigo que nadie me resuelva: ¿de dónde saldrá el recorte de más de 8.000 millones de euros más la multa que Bruselas exige al Gobierno español? Quizá tendré que ir a preguntarl­o a Caracas.

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