Del desalojo y otros traslados
Se toma un mapa de Barcelona y, a vista de pájaro, se busca el centro de la ciudad; el centro de la trama urbana, mejor dicho. No está en la plaza Catalunya, ni en la de Espanya, ni en la de las Glòries. Muy a ojo, el centro físico de Barcelona cae por la plaza Joanic. Parada de metro del mismo nombre, nacimiento de la calle Escorial, una de las de Juan Marsé. Más o menos. No es también el centro físico de Gràcia, pero es Gràcia.
La aproximación no es inocente, porque mucho de lo que está ocurriendo estos días en Gràcia, y por extensión en Barcelona, tiene que ver con esta centralidad física. Porque Gràcia es, de algún modo, una Barcelona en esencia, donde cabe todo, el alto standing de Sarrià, el oficio artesano de tres generaciones, el último premio Goncourt, Mathias Énard, o el inmigrante más reciente: como A., con un negocio en la calle A., procedente de un país sudamericano de dudosa calidad democrática. “El lunes me vienen cuatro rapados y me dicen que tengo que cerrar porque soy un cabrón capitalista. ¿Yo, que abro a las seis de la mañana y me tiro aquí catorce horas? Que vengan para allá y verán lo que es vivir duro”, dice, juntando las diez yemas. “Ya sé que los de la bronca son unos pocos, pero mucha gente es tibia con los destrozos”.
El viernes, en el café Pietro, a cien metros del Banc Expropiat, un carnicero del barrio explica las últimas alertas de los Mossos. “Me dicen que el sábado no abra”. Lo cuenta casi con emoción en la voz. Están pasando cosas. El barrio hierve. En el café suena el Concerto Grosso de Vivaldi (via Shazam).
El pueblo de Gràcia nace alrededor del Convent dels Josepets en 1626, y siempre ha mantenido una relación desafiante con Barcelona. Orgullo, identidad; “sóc de Gràcia”; estas noches, los vecinos que claman contra la actuación policial tienen en sus frases un sujeto: “Gràcia”. Fue independiente medio siglo en el XIX; para lograr el título de Vila (que aún detenta) partió las calles para llegar al centenar de ellas; hoy todavía es un lío, con las calles que cambian de nombre. Los okupas o los Mossos que corren por Terol de repente lo hacen por Bruniquer, eso sin haber doblado una esquina.
La Vila mantiene su entramado de callejuelas, y en ellas su colmena de edificios que por lo general no superan las tres o cuatro plantas. Los locales de los bajos son pequeños: su gran arma anticapitalista. En Gràcia hay pocas tiendas de las grandes marcas internacionales; sigue siendo Gràcia, no es Amsterdam o Kreuzberg. Quién no desayuna en… La Nena. Apenas hay espacios aptos para las firmas globales; si los hay, están a desmano. El tráfico está pacificado, la gente va a los sitios a pie o en bicicleta. Abundan los pequeños despachos de arquitectura, diseñadores de ropa, coworkings. En un reportaje de este diario publicado en otoño se detallaban la quincena de negocios vinculados con la cultura abiertos en los dos años anteriores, que venían a sumarse a los al menos 86 existentes. Cines, galerías de arte, librerías, discográficas.
Pero Gràcia es el puro centro de Barcelona, el centro geográfico (y a tres paradas del centro urbanístico, la plaza Catalunya), y en el año VIII de la crisis esta circunstancia se percibe como una amenaza severa. En su parte sur han comenzado a instalarse tiendas que buscan, por capilaridad, el flujo que sube por el paseo de Gràcia. Un paseo de Gràcia copado, este sí, por el lujo universal. En Gràcia empiezan a florecer tiendas chic, al alcance del bolsillos bien nutridos, más de buen gusto que de fondos. Aspiran a que los turistas del paseo de Gràcia atraviesen la Diagonal.
Sus vecinos temen una progresiva expulsión, como ha ocurrido en otras zonas de la ciudad, y el Banc Expropiat era, en este sentido, el emblema radicalmente contrario a ese modelo: un exbanco, gestión cooperativa, los altavoces reciclados de un vecino acomodado que los regaló.
Sucede lo mismo con los hoteles. Un local de la calle Sant Pere Màrtir pasó hace un par de años de sede de una ONG a youth hostel. Cada vez más extranjeros se alojan en el barrio, para días o para años; el sujeto Gràcia teme que el encanto y autenticidad que conserva acabe siendo pasto de otros bolsillos. En los últimos meses ha sido paradigmático el caso del hotel de la plaza del Sol, que se escapó por los pelos de la moratoria de Colau. El colmado “de toda la vida” que había en los bajos ha desaparecido para siempre. El bloque está cubierto por andamios. Algunos dicen que tendrá piscina en la azotea.
En esta tesitura, el Banc Expropiat, como se ha dicho mil veces, es un símbolo. En un mundo mercantilizado, el local organizaba ciclos de cine de autor (Angelopoulos, Pasolini, Loach), o sobre religiones, o luchas obreras, o talleres de costura, o de tai-chi. Madres y abuelas de la más absoluta clase media y normalidad pasaban por allí. Estos días se las puede ver, en los vídeos de la Directa, delante de los Mossos, desafiantes, dolidas. Como anticipando el que vendrá, y que no será ejecutado por orden judicial.
Gràcia es una Barcelona en esencia, un barrio que condensa de alguna forma todas las formas de la ciudad
El barrio teme que la presión turística e inmobiliaria le lleve a perder su esencia y su autenticidad