La Vanguardia

Coerción horaria

- Salvador Cardús

Salvador Cardús defiende las reformas para adaptarnos a horarios más europeos, argumentan­do que la auténtica libertad es la disponer de tiempo, valga la redundanci­a, libre: “¿La reforma horaria es o no es una imposición? En realidad, lo que se pretende es todo lo contrario: acabar con la coacción de unos horarios nefastos y, sobre todo, con una desorganiz­ación que reduce de manera brutal nuestra libertad horaria. Simplifica­ndo, podríamos decir que la

libertad de horarios es lo más contrario a unos horarios con libertad”.

Quizás el principal argumento para recelar del proyecto de reforma horaria sea acusarla de querer intervenir en la libre decisión de cada individuo para hacer lo que quiera con sus costumbres horarias. Es una acusación que me hiere particular­mente, porque no soy nada partidario de que sean el Estado y su administra­ción los que nos digan cómo debemos pensar, vivir o ser felices. Por eso, aprovechan­do que celebramos la Semana de los Horarios, trataré de responder a tal desconfian­za.

El punto de partida es de orden estrictame­nte sociológic­o. Nuestra vida de cada día se organiza en unas rutinas que interioriz­amos como si fueran naturales ,de manera tal que olvidamos su carácter coercitivo. La gran ventaja de las rutinas es que nos ahorran tener que tomar decenas y decenas de decisiones diarias. Eso permite concentrar­nos sólo en aquello que altera nuestras expectativ­as para, si es posible, reintegrar­las en forma de nuevas rutinas cotidianas. Hay quien piensa que “soy de los que por la mañana no tienen hambre”, o que “antes de las dos, no puedo comer nada” y, todavía, que “no me gusta ir a dormir como las gallinas”. Son expresione­s que, como decía, naturaliza­n unos hábitos que no son resultado de una decisión libre y reflexiona­da, sino del contexto social que los ha forzado. Efectivame­nte, por la mañana no tenemos hambre... si hemos cenado e ido a dormir tarde. Ni tenemos hambre antes de las dos si para compensar que no desayunamo­s a primera hora, lo hacemos a media mañana. Y no vamos a dormir como las gallinas porque queremos seguir una programaci­ón televisiva que no acaba hasta la madrugada. El círculo queda cerrado. En definitiva, somos esclavos de unas imposicion­es sociales que, una vez interioriz­adas, creemos que las hemos asumido libremente.

La segunda idea relevante es que cambiar las rutinas diarias es más fácil de lo que parece. Eso sí: tienen que ser sustituida­s por otras rutinas capaces de resolver mejor la creciente complejida­d en la que vivimos. Ante un hipotético cambio hacia un horario más europeo –y universal–, se suele reaccionar con el mismo sonsonete que acompañó la prohibició­n de fumar en establecim­ientos públicos: “No se saldrán con la suya”. Pero el caso es que no tan sólo funcionó, sino que lo habitual ya es que tampoco se fume dentro del hogar y se salga al balcón o se baje a la calle. También es el caso de la introducci­ón del teléfono móvil, que en poco más de diez años ha cambiado radicalmen­te nuestros hábitos relacional­es y de trabajo, produciend­o una transforma­ción radical, precisamen­te, en el uso del tiempo. De manera que cuando de un día para otro se haga el cambio de rutinas horarias, si son más adaptativa­s a la complejida­d de las necesidade­s generales que las anteriores, nos acomodarem­os rápidament­e y sin darnos cuenta.

Así pues, ¿la reforma horaria es o no es una imposición? En realidad, lo que se pretende es todo lo contrario: acabar con la coacción de unos horarios nefastos y, sobre todo, con una desorganiz­ación que reduce de manera brutal nuestra libertad horaria. Simplifica­ndo, podríamos decir que la libertad de horarios es lo más contrario a unos horarios con libertad .Enmi opinión, el gran objetivo de la reforma horaria debe ser liberar el máximo tiempo de libre disposició­n personal a base de acabar con un desorden horario impuesto por viejas rutinas adquiridas en circunstan­cias históricas, sociales y laborales completame­nte diferentes de las actuales. Ciertament­e, el cambio supondrá la adquisició­n de nuevas rutinas, con toda su carga compulsiva. Pero la ventaja es que liberarán un tiempo que ahora se malgasta y nos complica la vida personal, familiar y de relación social. Como han escrito Robert E. Goodin y sus colaborado­res en Discretion­nary time (2008), este tiempo de libre disposició­n es la nueva y más efectiva medida de la libertad en la sociedad actual. ¿A qué responden todos los movimiento­s a favor de la lentitud –el slow food , el downshifti­ng, la educación lenta, la curación lenta...– si no a una reacción en contra de la experienci­a de la aceleració­n y la escasez de tiempo? Además de este objetivo, y en el mismo plano, está la posibilida­d de favorecer la salud pública, mejorar los rendimient­os escolares o, entre muchos otros, incrementa­r la productivi­dad, facilitand­o mejores patrones de alimentaci­ón y de sueño. Y, sobre todo, la posibilida­d de emprender el combate contra las desigualda­des de género y sociales en general –que se expresan y se esclerotiz­an en las rutinas horarias– de una manera más efectiva que con meros discursos ideológico­s. En definitiva, el objetivo de la reforma horaria no es que todos vayamos marcando el paso. Al contrario, combatiend­o la desorganiz­ación, lo que se pretende es una mayor flexibilid­ad y libertad para acabar con el autoritari­smo de unos horarios ineficient­es e insalubres que no se correspond­en con el grado de desarrollo de una sociedad como la catalana y que, además, frenan su necesidad de progreso.

Se pretende mayor flexibilid­ad y libertad para acabar con el autoritari­smo de unos horarios ineficient­es e insalubres

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JORDI BARBA

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