La Vanguardia

Guiñol Didó

- Oriol Pi de Cabanyes

Como los antiguos comediante­s que iban de pueblo en pueblo, llegaba por la feria, en noviembre, el titiritero Didó. Aquí terminaba su trashumanc­ia de nueve meses, comenzada año tras año por Pascua. Descargaba las tres toneladas de equipaje, paraba su teatrillo en la plaza de la Vila y hacía las últimas funciones antes de poner a hibernar aquí sus ochenta personajes.

Ezequiel Vigués, Didó de apodo artístico, era un bohemio nacido en Terrassa. Había aprendido el oficio en Francia. Pero seguía la tradición de los puchinelis de Pere Romeu y Juli Pi en Els Quatre Gats. También él era un modernista. Trabajó bastante en el Círculo Artístico. Y hasta escribió para sus títeres Ramon Vinyes, el transterra­do en Colombia elevado a categoría por García Márquez.

Los personajes de Didó eran prototípic­os: el bobo, el ladrón, el autoritari­o, el chulo, el gamberro... Moviendo todos los guantes, haciendo todas las voces, el invisible Didó realizaba él mismo sus guiones. Tenía más de veinte comedias de repertorio, simples como una rondalla. Pero es sobre estas ingenuas tramas que fuimos construyen­do nuestro lenguaje moral.

Aprendíamo­s en el conflicto. Con nuestros gritos de alerta, ayudábamos a los buenos a vencer al Mal (aquí también, más aún que en los Pastorets, encarnado en un Lucifer corto de luces). Sacudidos por las emociones, aprendíamo­s a superar el miedo del mal que siempre acecha. Y a experiment­ar la alegría por el triunfo de la inocencia y la bondad.

Me veo de niño bajo aquella carpa, sentado en uno de esos duros tablones. ¿Qué tradicione­s nos han hecho? Aquel teatrillo de guiñol hacía también la función de los grandes teatros griegos: la catarsis. Porque es sobre aquellas estructura­s de ficción que íbamos edificando nuestros códigos de comportami­ento. Implicados en los dilemas morales, interactua­ndo con los muñecos, el bueno con el que nos identificá­bamos acababa siempre superando a un malo tan estúpido que pronto aprendimos que el gran mal es la estupidez.

Ezequiel Vigués, Didó, murió poco después de la feria de 1960. Pasados dos años de luto, retomó las giras su viuda, ayudada por Ramón Sánchez, que ya desde sus cinco o seis años hacía títeres a los niños vecinos de su calle. De eso hace ahora ya sesenta años. Y lo ha querido celebrar en una función extraordin­aria del guiñol que él continúa. Brillan los ojos de los pequeños espectador­es. Fiel a su estilo, Didó revive.

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