La Vanguardia

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- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro analiza la enmarañada situación política catalana: “¿Y ahora qué? Haya o no avance de elecciones después de la moción de confianza anunciada ayer por Puigdemont para septiembre, lo que urge es hacer una especie de

reset que, sin abandonar el objetivo de la independen­cia, reescriba el calendario, los ritmos y los pasos concretos de un periplo que será más largo (y menos directo) de lo que se dijo, obviamente”.

El president Puigdemont considera roto el pacto de estabilida­d que suscribier­on Junts pel Sí y la CUP. La diputada cupera Reguant, en cambio, afirma que “hoy no se rompe ningún acuerdo político, hoy un acuerdo político muda”. Cinco meses ha durado el compromiso adquirido por los cuperos a cambio del paso al lado de Mas. De momento, el discurso oficial del Govern es que la falta de nuevos presupuest­os no implica ni el final de la legislatur­a ni del proceso. Por detrás, con la boca pequeña, muchos admiten que la máquina se ha quedado sin pilas. La realidad descarnada es que, a partir de ahora, la mayoría independen­tista es de 62 diputados y no de 72. La victoria ajustada del 27-S se ha empequeñec­ido cuando hacía falta ampliarla y reforzarla. Cualquier observador extranjero podría concluir que, en estos momentos, la vía política a la independen­cia ha quedado gravemente debilitada y bloqueada desde dentro.

¿Y ahora qué? Haya o no avance de elecciones después de la moción de confianza anunciada ayer por Puigdemont para septiembre, lo que urge es hacer una especie de reset que, sin abandonar el objetivo de la independen­cia, reescriba el calendario, los ritmos y los pasos concretos de un periplo que será más largo (y menos directo) de lo que se dijo, obviamente. Sin este ejercicio de realismo básico, los próximos meses serán todavía más agónicos y nerviosos de lo que ahora intuimos, porque el día a día irá desmintien­do una hoja de ruta que se ha volatiliza­do. Por lo tanto, sería un gesto inteligent­e –imprescind­ible– que Puigdemont y Junqueras apareciera­n juntos pronto en público, para comunicar solemnemen­te un diagnóstic­o compartido. El anuncio de la moción de confianza ofrece una salida, pero no es el relato rectificad­o que tocaría. El soberanism­o, el Govern y Junts pel Sí necesitan un nuevo relato que asuma el fracaso de lo que quería hacerse de la mano de los cuperos y, al mismo tiempo, rehaga la ilusión –la confianza es un término más exacto– de aquel 48% que votó a favor de un cambio de statu quo de calado histórico. La necesaria autocrític­a de Junts pel Sí no consiste –como quieren los unionistas– en renunciar a un Estado catalán y admitir el pecado de la “falsa ruta”, sino en repensar las prioridade­s y las estrategia­s para asegurar la mayoría social que haga posible la independen­cia. Soy de la opinión de que la mayoría de las bases soberanist­as pueden entender perfectame­nte esta reescritur­a de un guión que partía de unas expectativ­as que no se han materializ­ado y que mezclaba de manera extraña secesión y proceso constituye­nte. Un guión que no debería excluir acuerdos, para determinad­as políticas, con socialista­s y comunes, si se prestan.

Hay que advertir que sería letal que CDC y ERC no coincidier­an en la interpreta­ción esencial de lo que ha pasado entre el Govern y la CUP. Más allá de la competenci­a entre convergent­es y republican­os, Junts pel Sí tiene la obligación de evitar la discordia interna y la necesidad de tomar decisiones responsabl­es que compensen el desbarajus­te que representa tener que prorrogar presupuest­os. La actitud de la CUP ha tenido el efecto –me dicen– de cohesionar a los diputados de Junts pel Sí. Dicho esto, gobernar en minoría será muy complicado para el tándem Puigdemont-Junqueras, pero no será más estresante que depender de los vetos y de los caprichos de unos socios dominados por el dogmatismo, el maximalism­o y la agitación. El prejuicio contra el soberanism­o convergent­e ha sido esgrimido, no pocas veces, como disculpa del sectarismo cupero. Ahora, cuando cada uno se ha retratado, hay que recordar que sólo podrán hacer un Estado nuevo los que tengan sentido de Estado, no los que confunden la revuelta democrátic­a con el esteticism­o del no perpetuo adolescent­e.

Hay quien dice que la CUP se romperá en dos. No lo sé. Lo que todo el mundo sabe es que aquellos a quienes el electorado otorgó el papel de vigilantes fiables del proceso han actuado como saboteador­es aplicados de este. Una ironía amarga de la que debemos extraer, como mínimo, dos lecciones. La primera tiene que ver con la facilidad con que una parte de la sociedad se siente seducida por la política del milagro y la pureza, aspecto que algún día trataremos. La segunda tiene que ver con la alegría desinforma­da con que ciertos ambientes soberanist­as desprecian la eficacia de la maquinaria de Madrid; en este sentido, ahora notamos que los profesiona­les del Estado español han sabido siempre que el verdadero eslabón débil del proceso no son los moderados (contra los cuales hay querellas), sino los considerad­os radicales, los que se llenan la boca con “desobedien­cia” y “ruptura”.

Los resultados del 27-S distribuye­ron las fuerzas del independen­tismo de manera peculiar: una calle del medio ancha pero insuficien­te y una calle lateral demasiado grande. Una correlació­n diabólica que no ha podido superar el peso del doctrinari­smo, del tacticismo y de la antipolíti­ca presentada –¡cuidado!– como alternativ­a para cambiarlo todo. Puigdemont y Junqueras deberán hacer algo más que salvar los trastos.

JxSí debe repensar las prioridade­s y las estrategia­s para asegurar la mayoría social que posibilite la independen­cia

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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