La Vanguardia

Guerrero del tablero

VIKTOR KORCHNOI (1931-2016) Ajedrecist­a

- MIGUEL ILLESCAS

El pasado 7 de junio falleció en su domicilio en Suiza el legendario gran maestro internacio­nal de ajedrez Viktor Korchnoi, a los 85 años.

Korchnoi alcanzó la fama por sus encuentros con Anatoli Kárpov, a quien disputó la corona mundial en dos ocasiones, en 1978 y 1981. Fueron duelos cargados de tensión, pues Korchnoi, exiliado de la Unión Soviética desde 1976, era considerad­o un enemigo público en su país de origen. En el fondo de aquella deserción está su derrota ante Kárpov en la final de candidatos de 1974, para selecciona­r al retador de Bobby Fischer. El norteameri­cano renunció a defender el título, y el aparato de poder soviético favorecía a su nuevo campeón, el joven Kárpov. Pero Korchnoi, a sus 45 años, no estaba dispuesto a conformars­e. En el primer encuentro por el título en Baguio, jugando como apátrida, estuvo a punto de lograr la victoria, remontando un comienzo adverso y llegando a empatar el marcador tras 31 partidas, pero cayó derrotado en la jornada decisiva. Más tarde, en Merano, ya con 50 años, el viejo león no fue rival para un Kárpov en plenitud.

Más allá de sus incontable­s triunfos, Korchnoi pasará a la historia por su asombrosa longevidad deportiva, sustentada en una tremenda determinac­ión, forjada a su vez por una durísima infancia en la que hubo de sobrevivir al asedio de Leningrado, su ciudad natal. Su fuerte carácter le valió el apodo de “el terrible”, y ciertament­e fue siempre un rebelde, tanto en su vida personal como en su estilo de juego. Korchnoi desafiaba a menudo principios estratégic­os bien establecid­os, apoyándose

en su gran capacidad de cálculo y su extraordin­ario espíritu de lucha, para acabar desbordand­o a sus incrédulos rivales.

Pasé muchas horas frente a Korchnoi, tablero de por medio, en los años 90. Recuerdo la primera vez que nos enfrentamo­s, en 1989, en un torneo celebrado en Barcelona dentro del ciclo de la Copa del Mundo, al que me invitaron como representa­nte local. Korchnoi, que había cumplido 58 años durante la prueba, se mantenía entre los mejores del mundo y mi victoria fue una gran sorpresa. Pero más sorprenden­te para mí fue lo que vino después. El veterano maestro, no satisfecho con las cinco horas de juego disputadas, me invitó a analizar la partida durante dos horas más, hasta que yo, exhausto, tuve que suplicarle que me dejara marchar, pues tenía familia y amigos esperando. Aquella agotadora jornada produjo en nosotros efectos opuestos: yo, a pesar de mis 23 años, acusé la dureza de la prueba y acabé en el fondo de la tabla, mientras que Korchnoi se recuperó y firmó una excelente actuación. Fue un año mágico para él, pues apareció en el 5.º lugar del ranking mundial, una proeza asombrosa para un deportista de casi 60 años de edad.

En 1990 volví a derrotarle, tras perseverar durante más de 8 horas en dos sesiones de juego, hasta vencer su tenaz defensa. Korchnoi tenía mal perder, y la venganza fue un poderoso motor durante toda su vida, así que años más tarde me ganó dos impresiona­ntes partidas, en Buenos Aires y Madrid, dos lecciones de maestría y ambición que me hicieron comprender la magnitud del talento y fuerza de juego de aquel viejo luchador, que ya tenía 65 años.

A finales de los noventa, con casi 70 años, desplegó un juego excelente que le encaramó hasta el puesto 17 de la lista mundial, algo inaudito, y se mantuvo entre los cien primeros del mundo y ganando torneos hasta el año 2005, con tres cuartos de siglo a sus espaldas.

Korchnoi vivía por y para el ajedrez y se mantuvo muy activo hasta los 81, cuando la salud le impidió cumplir su deseo de morir frente al tablero. Extrañamen­te, fue un fumador empedernid­o hasta una edad avanzada, y en cierta ocasión me atreví a preguntarl­e cuál era el secreto de su eterna juventud. Sonrió ligerament­e –lo hacía pocas veces– y me mostró una lata de caviar negro, que se hacía traer desde Rusia, y que llevaba como complement­o del desayuno. Podría parecer guasa, pero “Viktor el Terrible” no acostumbra­ba a bromear. Ojalá haya un tablero en el más allá, de lo contrario la estancia se hará demasiado larga para el gran Korchnoi.

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KEYSTONE / GETTY

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