Ganando tiempo
Kepa Aulestia denuncia la renuencia de los partidos a ceder en sus postulados para no perder votos ni dar imagen de debilidad: “Nadie quiere pensar en una moratoria que pudiera desdibujarle en la definición dialogada del interés común. La presunción de que cuando no es posible el todo nada de lo posible merece la pena ha pasado de ser el razonamiento que inspiraba a las minorías dogmáticas a una clave compartida por la actitud que mantiene la mayoría del arco partidario”.
La política catalana y la española vienen aferrándose a la prórroga. La primera desde la Diada del 2012 y la segunda desde la misma noche del 20-D. El desmantelamiento del oasis catalán, el auge inesperado del independentismo y la fragmentación del mapa partidario elección tras elección han hecho del poder político algo tan volátil que los más exitosos –en apariencia– de sus actores no ven nunca la finalización del encuentro que libran contra sus adversarios. Ninguno de ellos quiere retirarse del campo concediendo un empate infinito a sus rivales más directos o, sencillamente, renunciando a una victoria que se pospone en una disputa trabada de votos y escaños. Pero lo más significativo de esta prórroga que ha conducido hasta las elecciones del 26 de junio, con el Partido Popular y Podemos como los más interesados en procurarse otra oportunidad, o de la que ha llevado al president Puigdemont a darse un tiempo para someterse a la cuestión de confianza, es que sus promotores la utilizan para negar la posibilidad de una moratoria respecto a sus particulares postulados. Las prórrogas no sólo se suceden sin que varíen los programas de máximos y de mínimos de los partidos en liza, sino que constituyen el dique de contención tras el que se parapetan las formaciones políticas más influyentes para que sus objetivos últimos tampoco se vean alterados tras la constatación de que no cuentan con la suficiente fuerza para llevarlos adelante.
La prórroga política pretende lograr mañana lo que no se ha podido conseguir hoy, pero exclusivamente en términos partidarios. Busca por otra parte la ventaja competitiva en la desgracia de los demás y no tanto en el afianzamiento electoral de las siglas propias. Es lógico que los socialistas se sientan atenazados por la pinza entre los de Mariano Rajoy y los de Pablo Iglesias, y hasta que la CUP se revuelva frente a quienes esperan su pronta desaparición, mientras sus aliados gobernantes hacen cábalas sobre si con las generales puede bajar la fiebre alternativa en Catalunya. Lo que se pospone es el final del encuentro para evitar así que en la política y en la sociedad aflore la idea de una moratoria que dejase para después no la revancha partidaria interminable sino la independencia, o la creación de una entidad financiera nacionalizada, aparcando ese lugar común del
Nadie está dispuesto a entretenerse afrontando lo urgente porque siempre tiene algo más importante que hacer
derecho a decidir para, precisamente, tomar decisiones de país.
El maximalismo se ha acomodado en la fragmentación porque cada segmento del espectro partidario teme perder su identidad, zarandeado o aprisionado en tan abigarrada asamblea de siglas. Por eso mismo nadie quiere pensar en una moratoria que pudiera desdibujarle en la definición dialogada del interés común. La presunción de que cuando no es posible el todo nada de lo posible merece la pena ha pasado de ser el razonamiento que inspiraba a las minorías dogmáticas a una clave compartida por la actitud que mantiene la mayoría del arco partidario. Imaginemos una renuncia formalmente temporal a la agenda independentista, por ejemplo. Despejaría el horizonte inmediato, aunque disgustase a quienes vienen descontando días en un calendario de ficción. Imaginemos al PP emplazado a asumir una moratoria que, en su caso, tendría carácter retroactivo. A desmontar el andamiaje de la Lomce y a desdecirse de cuatro años y medio de intentos de recentralización, o de ajustes a bulto del Estado de bienestar. Imaginemos a Iglesias y a Errejón tomándose un respiro con los miles de millones de incremento del gasto público que vindican para ya.
¿Qué de lo suyo no corre prisa? Sería la pregunta que deberían formularse todos y cada uno de los partidos para hacérsela llegar así a los propios ciudadanos. La dialéctica entre lo urgente y lo importante ha quedado en los últimos tiempos tan a merced de la demagogia que los actores de la política eluden distinguir esas dos categorías con el argumento de que son categorías del pasado. Nadie está dispuesto a entretenerse afrontando lo urgente porque siempre tiene algo más importante que hacer. El relato partidario es un mecanismo circular de autojustificación que sólo la idea de la moratoria podría romper. Claro que si existiera el verbo moratoriar se oirían exclamaciones tipo “moratoria tú primero” o “yo ya he moratoriado bastante”. Ocurre además que los partidos están obsesionados con la prórroga y su alcance. Les causa ansiedad saber que en algún momento podría acabar el encuentro. En Podemos hay muchos que están pensando en el 2020, y sin moratoria por medio. En Catalunya hay demasiados que pugnan por acortar los plazos al máximo, no sea que mientras tanto cambie Catalunya. Pero todo sería mejor si las prórrogas cedieran su sitio a las moratorias.