La más letal puerta giratoria
Forma parte del consenso político, y por eso lo han incluido en sus programas electorales todos los partidos, la crítica al fenómeno conocido como puertas giratorias. Se trata de la práctica más refinada del hoy perseguido tráfico de influencias, consistente en acoger en consejos de administración, generalmente en posición de figurantes, a figuras de la política que han dejado de tener poder, pero que en su día hubieran podido ser generosos o cuando menos comprensivos con las grandes corporaciones que ahora les dan cobijo. Es, en un país acostumbrado a pagar mal a sus políticos, una manera de agradecer servicios prestados con la que la justicia no ha podido meterse, porque toda empresa es libre (salvo en la discriminación sexual positiva) de escoger quién se sienta en sus órganos de representación.
No me ocupan hoy, sin embargo, esas puertas giratorias, sino otras que considero mucho más letales para el buen funcionamiento de un Estado de derecho, y son esas consentidas legalmente, y que nadie en política critica, que se provocan en el ir y venir de la justicia a la política y viceversa, e incluso de otras instancias públicas a los órganos de representación democrática.
No me refiero al hecho de que los jueces tengan una ideología más o menos confesa; ni siquiera al caso de que un magistrado del Tribunal Constitucional, como ha ocurrido, pueda militar en un partido político gracias al vacío que a todas luces supone que su ley no lo contemple.
Pero ¿puede el juez José de la Mata volver de la administración de justicia socialista y decidir en el caso Gürtel? ¿Podía el magistrado Baltasar Garzón enjuiciar los GAL después de abandonar desairado su escaño junto al supuesto señor X? ¿Podrá el juez Santiago Vidal, ahora o más tarde, retomar su toga como parte del poder judicial de un Estado que confesamente quiere abandonar, para el caso de que (o mientras) la independencia no se logre? Nunca es ciega la justicia, eso el ciudadano de a pie lo tiene dolorosamente asumido, y sin duda ello contribuye al tan comentado descrédito actual de nuestras instituciones.
Pero con puertas giratorias además no lo parece, desposeyendo así a la mujer del César de la más mínima posibilidad de aparecer honrada.