La Vanguardia

Desde los balcones

Él es grande y siempre hace amago de levantar la mano, pero nunca lo hace; los balcones siempre les miran

- Carlos Zanón

Importa más no sentir nada que las heridas. Las disculpas que no son tales. No debería estar aquí. No pregunté si podía entrar. Tampoco quise preguntar. Esta habitación, tu vida: ¿qué hacemos ahora? El desorden, el tratar de aceptar que no todo se entiende. Cosas así. Llegar de madrugada, la mano en los bolsillos de la chaqueta. Extraes el botín sobre la mesa del comedor. Una llave, un caramelo, un papel con un número de teléfono al que le faltan dos números. También un mechero que no es tuyo, monedas. El embriagado­r aroma a posibilida­d, a robo, a ¿por qué no? Los dedos manchados del hollín de las persianas bajadas. El perfume a destrozo, a porque me dio la gana. Todo tan incorrecto.

Vuelven los gritos en el local frente a mi portería. Son más de las doce y luego, el silencio y más gritos a eso de la una y de las tres. En el balcón de abajo, Manel. En el mío, yo. “Ya estamos otra vez”. “Sí”. Todas las posibilida­des están abiertas. Grita ella o grita él. Da el portazo ella o lo da él. Se va él, llora ella, se insultan ambos. Ella quiere volver a entrar. Él dice que nunca más. Coge la moto. Más ruido. A veces, los mossos. No siempre. Muy de tanto en tanto. Las luces encendidas. Nadie les abre. Nadie les quiere. No les necesitamo­s, agentes. Sólo gritos. ¿No podemos gritar? Nunca una mano encima. A veces ella pierde la cabeza, a veces él, a veces los dos.

En alguna ocasión viene el padre de ella y hay amago de mudanza. A los dos días él la ayuda con el regreso. Él marchó unos días de julio. Siempre con su bolsa negra de Adidas y la moto. Esos días ella volvía muy tarde. Siempre sola, siempre borracha. Tenía miedo de entrar y toparse con el cocodrilo de la soledad. Antes de resignarse se sentaba en la acera y fumaba. El mechero siempre en el último rincón del bolso. “Volvemos a las andadas”, dice Manel. “Sí, siempre igual”, digo yo. Ella tiene un flequillo que se aparta de la cara con un gesto nervioso, casi un tic. Él es grande y siempre hace amago de levantar la mano, pero nunca lo hace. Ninguno de los dos mira a los balcones, pero los balcones siempre les miran.

Hará una semana él se fue con sus cuatro trastos y la bolsa Adidas. En la moto parecía un oso que anunciara que el circo llegaba a la ciudad. Tres días después un camión de mudanzas se llevó a la chica del flequillo, delgada y bonita, mirándosel­o todo desde detrás del humo de un cigarrillo larguísimo. Otra vez le costó encontrar lumbre en el bolso. “¡Qué tranquilid­ad ahora!”, dice Manel. Yo asiento con mi cabeza de ñu. Luego cierro la puerta del balcón y me voy al dormitorio. En la oscuridad, con los ojos abiertos, miro el techo. Trato de recordar en qué momento me empezó a importar menos lo que sentía por dentro que lo que me decían los balcones. No me duele nada. No tengo nada que perder. Pongo la tele. La apago. Qué bien se está muerto.

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