La Vanguardia

¿Qué puede importarle ya a Jo Cox?

- Lluís Uría

Cuando Jo Cox llegó a este mundo, el 22 de junio de 1974, el laborista Harold Wilson acababa de ganar las elecciones británicas por los pelos, el IRA iba sembrando bombas y muerte por doquier, el Manchester United había bajado a segunda división y el grupo sueco Abba se había dado a conocer a todo el mundo con un éxito fulgurante –Waterloo –enel festival de Eurovisión, que celebró su 19.ª edición en Brighton. Hacía un año y medio –desde el 1 de enero de 1973– que el Reino Unido formaba parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea, donde ingresó con Irlanda y Dinamarca.

Se diría casi la prehistori­a... Y sin embargo, Jo Cox era todavía muy joven –hubiera cumplido 42 años este pasado miércoles– cuando un desequilib­rado cegado por el odio llamado Thomas Mair decidió en nombre de la patria –esa hija bastarda de la estulticia humana– que la diputada laborista era rea de traición por defender la permanenci­a de su país en la Unión Europea y merecía morir. “¡Muerte a los traidores, libertad para Gran Bretaña!”, exclamó el asesino ante el juez, después de haber tiroteado y apuñalado sin piedad a la desdichada Jo.

Los británicos decidieron ayer por un margen de 52% a 48% quitarle la razón a Jo Cox y dar un portazo a la Unión Europea. A los políticos les toca ahora gestionar tan endemoniad­o resultado. Pero a Jo... ¿Qué puede importarle ya el resultado? Su vida se ha acabado. Y con ella sus anhelos, su alegría de vivir, su sed de justicia, su sentido de la solidarida­d, su compromiso político. Nunca verá crecer a sus dos hijos, Cuillin, de 5 años, y Lejla, de 3... ¿Vale una idea, una patria, un dios, el precio de una vida humana? El asesino presunto (pero confeso) podrá preguntárs­elo en los próximos años internado en la cárcel o en un centro psiquiátri­co... Y si tiene tan sólo un instante de lucidez, uno solo, comprender­á que no.

En los altos de Sedan, en las brumosas tierras de las Ardenas, el cementerio ale- mán de Noyers-Pont-Maugis alberga en tierra francesa las tumbas de 27.000 soldados germanos caídos en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. En la capilla, hace tiempo, el 18.º Regimiento de Infantería del ejército francés dejó una placa de homenaje: “Los antiguos combatient­es, a sus camaradas alemanes”. Un gesto de amistad y reconcilia­ción hacia quienes luchaban al otro lado de la trinchera, una confesión descarnada de la absurdidad de la guerra y la violencia. De su pavorosa inutilidad. Setenta años después de la última y más salvaje conflagrac­ión bélica en Europa, los antiguos enemigos se reconocían entre ellos como hermanos. ¿Qué sentirían los millones de personas enviadas al matadero en nombre de la patria si pudieran ver a ambos pueblos celebrar hoy su amistad?

¿Qué pensarán los antiguos yugoslavos que a principios de los años noventa –¡ayer mismo!– se masacraban con saña por los pedazos de la antigua Yugoslavia cuando se vuelvan a encontrar todos juntos –sin fronteras– dentro de la Unión Europea? Eslovenia se adhirió en el 2004, Croacia ingresó en el 2013, y Serbia y Montenegro podrían hacerlo –si las cosas no se complican– en el 2020. Macedonia, candidata oficial, tiene un horizonte un poco más complicado y Bosnia todavía mucho más difícil, pero su vocación es también inequívoca... ¿Quién les explicará entonces a los miles de muertos y torturados, a las mujeres violadas, que aquello fue un trágico error? ¿Que los antiguos enemigos ya no lo son? ¿Que su sacrificio –decretado por los verdugos– no sirvió para nada?

La historia avanza en círculos. Cada cierto tiempo las cosas parecen volver al punto de partida. El Reino Unido lleva 43 años en la Unión Europea, casi los que tenía Jo Cox. Dentro de cuatro décadas, cuando los pequeños Cuillin y Lejla lleguen a la edad que tenía su madre, ¿dónde estará el Reino Unido? ¿Y Europa? ¿Quién dice que los jóvenes británicos que ayer votaron en masa por quedarse en la UE no habrán logrado revertir la situación? ¿Se acordará alguien todavía de la dicharache­ra diputada de Batley? ¿Y de su torturado asesino?

Si algo ha puesto aterradora­mente de manifiesto la dura campaña del Brexit es que ni siquiera una democracia tan arraigada como la británica está a salvo del auge de la extrema derecha, de la xenofobia y el odio, de la violencia como argumento político último. Solitario, recluido en sí mismo, Thomas Mair era –es– un desequilib­rado. Pero su gesto no nace de la nada. Surge de un caldo de cultivo marcado por el miedo y la furia. Los desequilib­rados son siempre los primeros en empuñar la pistola y pasar al acto. Siempre los ha habido y siempre los habrá. El problema es cuando se les empuja. Y cuando se les sigue. “Todo hombre es un criminal que se ignora”, dijo Albert Camus. Sólo le falta la oportunida­d.

En esta Europa del siglo XXI que tanto se parece en algunos aspectos a la del siglo XX, las fuerzas extremista­s y los nacionalis­mos excluyente­s florecen de nuevo en todo el continente –y también en las islas británicas–, anunciando el retorno de horas oscuras. El New York Times advertía esta misma semana en un editorial ante este panorama –extensible también a Estados Unidos con el ascenso de Donald Trump– que “las democracia­s occidental­es necesitará­n abordar la división social, las insegurida­des, la alienación, el nacionalis­mo y el racismo que han invadido los campos de batalla políticos”. “La reacción populista se alimenta con una violencia inédita en los últimos 70 años. Es verbal, ultrajante y malsana. Gana los espíritus y deviene física, por accidente o deriva”, advertía, por su parte, en un artículo titulado El retorno de la violencia a Europa, el presidente de la Fundación Robert Schuman, Jean-Dominique Giuliani. Y llamaba a reaccionar sin demora: “Debemos rehacernos antes de que sea demasiado tarde y sea incontrola­ble”.

Ni siquiera una democracia tan arraigada como la británica está a salvo de la xenofobia y el odio

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DANIEL LEAL-OLIVAS / AFP Unas velas rinden tributo, en Parliament Square (Londres), a la diputada asesinada, Jo Cox
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