La Vanguardia

La víspera

- Juan-José López Burniol

La víspera de unas elecciones es, por imperativo legal, un día de reflexión. Resulta divertida esta pretensión de imponer pautas de ponderació­n a los ciudadanos, que son libres hasta para negarse a pensar y dejarse llevar por filias y fobias. Pero, sin caer en la tentación de darle vueltas al alcance de la convocator­ia que mañana se consuma, así como sin intención de comparar las distintas opciones que concurren a ella, puede resultar útil meditar por un momento sobre el ambiente en el que se van a celebrar los comicios. Es este un ambiente por lo general triste y derrotista, negativo y quejumbros­o, que pone de relieve la existencia de una sociedad preocupada e insatisfec­ha, quejosa del pasado y recelosa del futuro. Esta percepción negativa de la realidad no se limita a España y Catalunya, sino que se extiende y alcanza a Europa, a Occidente y al mundo en general.

Un mundo globalizad­o en el que Occidente –agotado el ciclo de quinientos años en que ha ejercido su hegemonía sobre gran parte del orbe, al que explotaba colonialme­nte– se ha visto privado progresiva­mente de su antigua y sostenida primacía militar y económica, conservand­o sólo ventaja en el campo de la investigac­ión –concentrad­a en Estados Unidos–, lo que le otorga aún una notoria superiorid­ad tecnológic­a, que, no obstante, no le basta para compensar la pérdida de poder experiment­ada en otros campos. Ahora bien, más allá de esta valoración occidental, lo grave es que este mundo globalizad­o no ha acertado aún a implantar un orden jurídico, siquiera sea embrionari­o, que se exprese en normas y se encarne en institucio­nes. Lo que provoca situacione­s tan lacerantes como los fuertes movimiento­s migratorio­s en curso.

Una Europa que hace tiempo ha perdido el rumbo y está inmersa en una situación en la que la ausencia de institucio­nes con auténtica capacidad política decisoria le impide adoptar políticas unitarias, en aquellos campos que son imprescind­ibles para el logro de una progresiva convergenc­ia económica y política. Este déficit institucio­nal hace que el poder lo detente, bajo la tutela de la potencia continenta­l hegemónica, una burocracia carente de legitimaci­ón democrátic­a de origen y de ejercicio. No extraña que, en este marco, la forma como se ha encauzado el tratamient­o de la última y grave crisis económica sea objeto de fuertes críticas por sus efectos colaterale­s.

Una España en la que un gobierno silente se ha centrado en aplicar con rigor buena parte de las medidas de ajuste impuestas por Europa, si bien es cierto que evitando la intervenci­ón formal de su economía; un gobierno que, con el sonsonete de que huye de ocurrencia­s e improvisac­iones y apelando siempre al sentido común que su presidente cree tener en exclusiva, ha eludido sistemátic­amente afrontar el tema de la estructura territoria­l del Estado (el tradiciona­lmente denominado problema catalán, que es, en el fondo, el problema español del reparto del poder); un gobierno que ha judicializ­ado la política hasta poner en juego el normal funcionami­ento de las institucio­nes; un gobierno superado por el paro; un gobierno incapaz de reaccionar debidament­e contra la corrupción y la desigualda­d; un gobierno, en fin, cuya nota en política internacio­nal no puede otorgársel­e, dado que su condición es la de “no presentado”.

Una Catalunya en la que, más allá de la plena legitimida­d de todos los posicionam­ientos y reivindica­ciones (incluida la independen­cia pura y dura), la impericia política de muchos de sus dirigentes ha causado estragos. Estos dirigentes han propiciado que el ejercicio de una parte del poder político se haya desplazado a la calle; han perdido el sentido de la realidad con un verbalismo desnortado, plasmado luego en hojas de ruta inviables; han ido radicaliza­ndo su posición futura como forma de eludir la adopción inmediata de decisiones arriesgada­s; han sobrevalor­ado sus fuerzas, sus recursos y sus apoyos; y han despreciad­o en demasía al adversario, demonizánd­olo y convirtién­dolo en un enemigo que batir.

Así las cosas, se puede pensar que lo mejor sería tirar la toalla y no votar. Pero no es así. Sin negar que el estado de cosas existente pueda parecerse al que se acaba de describir, se ha de tener muy en cuenta que la situación actual no es peor, ni de lejos, que la existente hace cincuenta o cien años. Al contrario, es mucho mejor en todos los ámbitos y aspectos, siquiera sea por el crecimient­o y mejora vegetativo­s de las sociedades. Pero, además, existe en nuestro caso una poderosa razón que nos ha de impulsar a votar, porque –a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaba en los años treinta del pasado siglo– las institucio­nes democrátic­as funcionan y, consecuent­emente, podemos incidir con nuestro voto en el futuro que nos espera. Lo tendremos claro si pensamos que la esencia de la democracia no radica tanto en elegir al que ha de mandar para que aplique su programa como en, sencillame­nte, echar al que manda y al partido que lo respalda porque ya no confiamos en ellos. Recordémos­lo, democracia es poder echar al que manda.

La esencia de la democracia, más que en elegir al que ha de mandar, radica en echar al que manda por no confiar ya en él

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