La víspera
La víspera de unas elecciones es, por imperativo legal, un día de reflexión. Resulta divertida esta pretensión de imponer pautas de ponderación a los ciudadanos, que son libres hasta para negarse a pensar y dejarse llevar por filias y fobias. Pero, sin caer en la tentación de darle vueltas al alcance de la convocatoria que mañana se consuma, así como sin intención de comparar las distintas opciones que concurren a ella, puede resultar útil meditar por un momento sobre el ambiente en el que se van a celebrar los comicios. Es este un ambiente por lo general triste y derrotista, negativo y quejumbroso, que pone de relieve la existencia de una sociedad preocupada e insatisfecha, quejosa del pasado y recelosa del futuro. Esta percepción negativa de la realidad no se limita a España y Catalunya, sino que se extiende y alcanza a Europa, a Occidente y al mundo en general.
Un mundo globalizado en el que Occidente –agotado el ciclo de quinientos años en que ha ejercido su hegemonía sobre gran parte del orbe, al que explotaba colonialmente– se ha visto privado progresivamente de su antigua y sostenida primacía militar y económica, conservando sólo ventaja en el campo de la investigación –concentrada en Estados Unidos–, lo que le otorga aún una notoria superioridad tecnológica, que, no obstante, no le basta para compensar la pérdida de poder experimentada en otros campos. Ahora bien, más allá de esta valoración occidental, lo grave es que este mundo globalizado no ha acertado aún a implantar un orden jurídico, siquiera sea embrionario, que se exprese en normas y se encarne en instituciones. Lo que provoca situaciones tan lacerantes como los fuertes movimientos migratorios en curso.
Una Europa que hace tiempo ha perdido el rumbo y está inmersa en una situación en la que la ausencia de instituciones con auténtica capacidad política decisoria le impide adoptar políticas unitarias, en aquellos campos que son imprescindibles para el logro de una progresiva convergencia económica y política. Este déficit institucional hace que el poder lo detente, bajo la tutela de la potencia continental hegemónica, una burocracia carente de legitimación democrática de origen y de ejercicio. No extraña que, en este marco, la forma como se ha encauzado el tratamiento de la última y grave crisis económica sea objeto de fuertes críticas por sus efectos colaterales.
Una España en la que un gobierno silente se ha centrado en aplicar con rigor buena parte de las medidas de ajuste impuestas por Europa, si bien es cierto que evitando la intervención formal de su economía; un gobierno que, con el sonsonete de que huye de ocurrencias e improvisaciones y apelando siempre al sentido común que su presidente cree tener en exclusiva, ha eludido sistemáticamente afrontar el tema de la estructura territorial del Estado (el tradicionalmente denominado problema catalán, que es, en el fondo, el problema español del reparto del poder); un gobierno que ha judicializado la política hasta poner en juego el normal funcionamiento de las instituciones; un gobierno superado por el paro; un gobierno incapaz de reaccionar debidamente contra la corrupción y la desigualdad; un gobierno, en fin, cuya nota en política internacional no puede otorgársele, dado que su condición es la de “no presentado”.
Una Catalunya en la que, más allá de la plena legitimidad de todos los posicionamientos y reivindicaciones (incluida la independencia pura y dura), la impericia política de muchos de sus dirigentes ha causado estragos. Estos dirigentes han propiciado que el ejercicio de una parte del poder político se haya desplazado a la calle; han perdido el sentido de la realidad con un verbalismo desnortado, plasmado luego en hojas de ruta inviables; han ido radicalizando su posición futura como forma de eludir la adopción inmediata de decisiones arriesgadas; han sobrevalorado sus fuerzas, sus recursos y sus apoyos; y han despreciado en demasía al adversario, demonizándolo y convirtiéndolo en un enemigo que batir.
Así las cosas, se puede pensar que lo mejor sería tirar la toalla y no votar. Pero no es así. Sin negar que el estado de cosas existente pueda parecerse al que se acaba de describir, se ha de tener muy en cuenta que la situación actual no es peor, ni de lejos, que la existente hace cincuenta o cien años. Al contrario, es mucho mejor en todos los ámbitos y aspectos, siquiera sea por el crecimiento y mejora vegetativos de las sociedades. Pero, además, existe en nuestro caso una poderosa razón que nos ha de impulsar a votar, porque –a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaba en los años treinta del pasado siglo– las instituciones democráticas funcionan y, consecuentemente, podemos incidir con nuestro voto en el futuro que nos espera. Lo tendremos claro si pensamos que la esencia de la democracia no radica tanto en elegir al que ha de mandar para que aplique su programa como en, sencillamente, echar al que manda y al partido que lo respalda porque ya no confiamos en ellos. Recordémoslo, democracia es poder echar al que manda.
La esencia de la democracia, más que en elegir al que ha de mandar, radica en echar al que manda por no confiar ya en él