La Vanguardia

La rebelión de los ‘losers’

- Ramon Aymerich

Había pocas motivacion­es racionales para defender la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Sobre todo si vives en Londres, trabajas en la City o eres un joven profesiona­l conectado al mundo. Los miedos y las angustias que han facilitado la victoria del sí (la inmigració­n o la pérdida de poder adquisitiv­o para la antigua clase obrera británica) no van a desaparece­r cuando abandonen la UE. Porque las minas no volverán a abrir, como tampoco lo hará la vieja industria. Tampoco volverá el Imperio.

Pero es la opción que ha tomado la gente mayor, la que se siente más pobre, la que piensa que la historia le ha ido a la contra. En suma, los perdedores del proceso de mundializa­ción. Toda esa generación de losers de la que anda llena la ficción británica de los últimos años: de los politoxicó­manos del Trainspott­ing de Irving Welsh a los descolocad­os de la entrañable Full Monty.

Las democracia­s de verdad tienen eso. Que todos votan. Aunque puedan equivocars­e. Y los referéndum­s tienen algo de especial y terrorífic­o: la gente piensa que se juega tantas cosas que se lo acaba tomando en serio. Nadie se queda en casa.

La economía ayuda a explicar esa atracción por el abismo. Porque la liberaliza­ción reduce la base de la industria manufactur­era local. Imposibili­ta los altos salarios de los trabajador­es poco cualificad­os. Los condena a elegir entre el desempleo y la protección social o los trabajos baratos en el sector servicios, donde compiten con los recién llegados... Y no hay nada como el resentimie­nto y lo que se percibe como humillació­n para alimentar la rebelión.

Pensarán que todo eso es retórica izquierdis­ta. Pero no lo es. Es un aviso a las élites. A cómo han gestionado los cambios que traía la mundializa­ción. A cómo han despreciad­o algunas nociones básicas sobre la redistribu­ción.

Porque los británicos no sólo han votado por largarse de la UE. Han hecho algo mucho más corrosivo. Han roto con la narrativa con la que todos trabajábam­os desde hace décadas sobre la irreversib­ilidad de la mundializa­ción. Sobre su carácter inevitable. También sobre el futuro de Europa. Hace tan sólo diez años, Europa, la integració­n de las economías europeas, era vista como la solución. Desde el voto del jueves, esto parece menos seguro. Europa es ya, para algunos, el problema. ¿Queda margen para maniobrar? Cada vez menos.

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