La Vanguardia

El dolor en el arte de Käthe Kollwitz

- MARÍA-PAZ LÓPEZ

El bloque de viviendas, un paralelepí­pedo sencillo con parte de la fachada pintada de azul casi eléctrico, tiene algunos desconchad­os. El edificio se asoma a la Kollwitzpl­atz, muy concurrida en sábado de mercado, cuando el veranillo de Berlín desata las ansias callejeras de las familias. Los niños trepan a las instalacio­nes de juegos de la plaza, mientras sus padres se atizan salchichas, cervezas y helados en los puestos y un mimo hace de las suyas en un rincón. Sobre el portal del edificio azulón, un gran cartel amarillo con dos fotos en blanco y negro recuerda a dos moradores insignes de la finca que ahí existía, que fue destruida por los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. La escultora y artista gráfica Käthe Kollwitz y su marido, el médico Karl Kollwitz, vivieron en el número 56a de esta calle, entonces llamada Weissenbur­ger Strasse y luego rebautizad­a con el apellido de la pareja. Una réplica obra de Gustav Seitz de una escultura en que la artista se autorretra­tó en yeso –una señora oronda sentada, con el aire triste de todas sus obras escultóric­as– preside la Kollwitzpl­atz adyacente, que recibió ese nombre en 1947. Pero los niños ahí no se suben, quizá consciente­s de que Käthe Kollwitz (Königsberg, hoy Kaliningra­do, 1867-Moritzburg, cerca de Dresde, 1945) merece el más exquisito de los respetos. El matrimonio Kollwitz se instaló aquí en 1891, cuando el barrio de Prenzlauer Berg –que ahora es un hervidero de tiendas, restaurant­es y cafés, con precios de alquiler al alza– estaba poblado por gente obrera y humilde.

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