Para empezar, dulce
Se acaba el tiempo –siempre sabe a poco– de las dulces y crujientes peritas de San Juan y de las cocas verbeneras, con su fruta escarchada. Más allá de los postres, más allá de la variedad y la temporalidad de las frutas, los sabores almibarados siguen desplazándose dentro del menú. Y es que la desaparición de las barreras entre la cocina dulce y la salada, que se apuntaba como uno de los puntos característicos de la última revolución gastronómica, ha acabado por invertir los papeles en materia de azúcar.
La preocupación por lo que comemos y por evitar excesos de calorías hizo que los pasteleros se animaran a quitar azúcar a sus elaboraciones. Y así fue como los dulces empezaron a ser menos dulces y, quién sabe si para compensar, la cocina salada a endulzarse.
Saben los maestros del postre de restaurantes que a ellos les toca la peor parte: tratar de ganarse a un comensal que a veces llega exhausto al final de la comida, por lo que habrá que seducirlo con algo que, después de un largo menú degustación, pueda atraerle y le quepa en el estómago. Bocados originales, refrescantes y ligeros. Lástima que lo que se ha ganado por una parte se haya perdido por otra: la presencia de demasiado dulce en la supuesta cocina salada es, desde hace tiempo, tendencia.
El dulce, que en la edad media era un regalo preciado, por su escasez, y que las recetas más señoriales recomendaban para dar un toque distinguido a los platos, se ha convertido en los últimos años en enemigo de la salud. Hay quien se dedica a escrutar su presencia en la industria alimentaria, que lo camufla para hacer más apetitosas unas preparaciones que han procurado vaciar de grasas. Muchos chefs, sin embargo, se empeñan en amargarnos la comida con tanto dulce.