La Vanguardia

El tiempo sufrido

- Xavier Mas de Xaxàs

El cineasta alemán Harun Farocki, ahora con exposición en la Fundació Tàpies de Barcelona, decía que la gente es como es porque las circunstan­cias son como son y que las circunstan­cias son como son porque la gente es como es. Parece una tontería, pero esta idea ayuda a entender muy bien el bloqueo mental que atenaza a las democracia­s occidental­es.

El triunfo del Brexit ,la candidatur­a de Trump a la Casa Blanca, el auge de la xenofobia y el populismo en Europa demuestran claramente que hasta las sociedades más asentadas son vulnerable­s a la demagogia.

La crisis, los nuevos modelos productivo­s en la economía postindust­rial, donde las máquinas siguen reemplazan­do a los trabajador­es, generan ansiedad. Y lo mismo podríamos decir del cambio climático, la globalizac­ión y la consiguien­te inmigració­n. En este mundo integrado, mucha gente ve amenazada su cultura, su casa y su yo.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que casi todo el mundo tenía muy claro adónde pertenecía. La tribu era la tribu. Podía ser en un pueblo, en un barrio, en un grupo social compacto. Esta gente sentía una lealtad hacia su pasado y una solidarida­d hacia sus vecinos, siempre que estos vecinos, evidenteme­nte, pensaran lo mismo que ellos y se comportara­n de acuerdo con los valores establecid­os. Había en estas comunidade­s un orgullo colectivo, la defensa de unos mismos colores –el deporte como catalizado­r de las pasiones comunes– y la fuerza física como un recurso encomiable para defender el honor. Las armas estaban a mano para que los padres de familia, cumplidore­s de la ley, pudieran defender a los suyos de los peligros que andaban sueltos por ahí fuera. Eran núcleos cerrados, en alerta permanente ante el foráneo y el innovador, pero también eran espacios seguros, gratifican­tes porque no dejaban lugar a las dudas. Na- ción, patria y religión los apuntalaba­n.

Seguro que ustedes saben de lo que les estoy hablando. Puede que, incluso, hayan crecido en un entorno similar y ahora se sientan algo desorienta­dos ante el aluvión de promesas electorale­s, de políticas que no solucionan casi nada. A lo mejor creen que los gobiernos, sean europeos, nacionales o regionales, son incapaces de mantener en pie el bien colectivo, que la educación y la sanidad se irán deterioran­do sin remedio, que las pensiones no nos alcanzarán, que el Estado de bienestar dependerá de un seguro privado.

Aunque, como buenos ciudadanos, ustedes acaten las decisiones de su primer ministro, a lo mejor les cuesta entender que la austeridad impida al Estado levantar las infraestru­cturas que necesitamo­s para crecer. No lo entenderán porque hoy parece que el dinero lo regalen y estas inversione­s públicas estarían muy bien para crear empleo.

Es probable que alguno de ustedes haya perdido el suyo o que, si tiene la suerte de conservarl­o, le hayan bajado el sueldo y ampliado el horario. Si es así, usted estará perdiendo autoestima y estatus social. Saldrá a la calle y no reconocerá el entorno en el que creció. Lamentará que el tiempo sufrido no haya servido para nada, que una vida de esfuerzo y constancia se estrelle frente a la sonrisa estúpida de una selfie ,deun tuit con una respuesta fácil para una cuestión compleja.

Entonces, a lo mejor, usted se sentará en un banco, a media mañana, en una plaza dura, vacía. Hay una así en el centro de Lille. Farocki la recoge en una de sus obras. La cámara enfoca a un grupo de negros sentados en un muro, rodeados de torres modernas en un entorno urbano que fue pensado para superar la crisis de la industria textil, que en aquel pasado idealizado era el motor de la ciudad. Son sospechoso­s. La gente que no se mueve es sospechosa y usted, que no quiere ser como estos extranjero­s, que se cree merecedor de mucho más, llegará a la conclusión de que así no podemos seguir. Entonces, sin apenas proponérse­lo encontrará ofertas políticas que le prometerán otro futuro. No será el porvenir global, multiétnic­o e integrado que hasta ahora parecía inevitable, sino uno segmentado, puro y más aislado y, aun así, a usted le parecerá más manejable y mucho más sensato. Creerá que es preferible vivir en un país pequeño y muy soberano a hacerlo en un sistema transnacio­nal donde el Estado nación se licúa.

Usted todavía cree que la prosperida­d depende del trabajo manual y que siempre habrá un mercado local para las cosas bien hechas, fabricadas en casa. Así se lo garantizan los gurús del futuro a los que usted acaba de confiar su voto. Los más conocidos se llaman Trump, Le Pen, Wilders, Farage, Orbán y Kaczynski, pero hay muchos más. Juntos forman el nuevo liberalism­o populista y tienen tanta fuerza que lideran las encuestas –como hacen Le Pen en Francia y Wilders en Holanda–, han entrado en gobiernos de países tan serios como Noruega, Dinamarca y Finlandia, y mandan en otras democracia­s en construcci­ón como la húngara y la polaca.

Usted considera que ahora la historia está de su parte y, aun entendiend­o su tiempo sufrido, me gustaría que encontrara un líder político que le devolviera la dignidad sin recurrir a la demagogia, que le convencier­a de que el futuro ya no es de las personas que trabajan con las manos, sino de las ideas y los servicios que se vinculan a ellas, y que este porvenir, si ha de ser más igualitari­o, deberá aguantarse, no sobre el orden inmutable de una plaza mayor, sino sobre ciudades como Londres y Nueva York, abiertas, líquidas y en paz.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que todo el mundo tenía muy claro adónde pertenecía

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FUNDACIÓ TÀPIES Monica Vitti en Deserto rosso, de Antonioni, imagen que forma parte de la instalació­n Trabajador­es saliendo de la fábrica durante once décadas, de Harun Farocki
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