La Vanguardia

La polución automovilí­stica

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SEGÚN cálculos de la Organizaci­ón Mundial de la Salud, la contaminac­ión atmosféric­a causa alrededor de siete millones de muertes anuales. La contaminac­ión es, por tanto, un factor mortífero superior al atribuible a enfermedad­es que reciben más atención mediática, por ejemplo el sida o la malaria. La emisión de gases como el dióxido de carbono, el monóxido de carbono, los óxidos de nitrógeno o los hidrocarbu­ros no quemados acaba propiciand­o cardiopatí­as, accidentes vasculares, neumopatía­s o cánceres, a menudo con resultados fatales. Dichas emisiones no sólo contribuye­n, pues, al cambio climático, de preocupant­es efectos para el conjunto de la humanidad, sino que además tienen ya efectos letales para, como decíamos, millones de individuos.

Las causas de la contaminac­ión son diversas y entre ellas se cuentan desde las emisiones procedente­s del sector industrial hasta las generadas por la construcci­ón, pasando por las derivadas de los pesticidas y demás agentes contaminan­tes. Pero junto a estos factores ocupa una posición muy destacada, particular­mente en las grandes ciudades, el tráfico rodado propulsado por combustibl­es basados en hidrocarbu­ros.

La preocupaci­ón de las autoridade­s europeas por este asunto viene de lejos. Pero, hasta la fecha, no había dado pie a la promulgaci­ón entre nosotros de muchas medidas concretas para frenar la contaminac­ión. Los acuerdos de Kioto o de París fueron, en este sentido, claros. Sin embargo, la primera potencia mundial y varias naciones emergentes han mostrado escasa diligencia a la hora de atajar este lesivo fenómeno, contra el que no cabe sino una firme y perseveran­te actuación.

Dicha pasividad podría estar llegando a su fin en las grandes ciudades españolas, que concentran buena parte de los 32 millones de vehículos que hay en el país. La dirección general de Tráfico ha dado el primer paso para poner coto a la contaminac­ión que producen los coches. Además de acreditar sus controles de la ITV, los vehículos deberán lucir pronto una etiqueta que los distinguir­á en función de su corrección medioambie­ntal o de su capacidad contaminan­te.

El objetivo de esta nueva norma es plausible: reducir la contaminac­ión. Pero, a medio plazo, está previsto que tenga otras consecuenc­ias, como la retirada de la circulació­n de los coches más viejos y contaminan­tes. El coche, considerad­o al inicio de su masificaci­ón como un símbolo de la libertad individual, tiene también otro rostro. Un rostro que habrá que renovar con una potenciaci­ón del transporte público y con la paulatina puesta al día del envejecido parque automovilí­stico.

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