El cine sube a la atalaya
Un pequeño payaso, en triciclo, se pasea por la Fiesta del Verano del Cine Catalán, ese encuentro feliz para celebrar todo y nada que, para su octava edición, pone como escenario la montaña mágica de Barcelona. El Tibidabo.
Es jueves, anochece y la luna está en cuarto menguante. Los autómatas descansan en sus cubículos, quietos. Mientras el payaso rueda por ahí, entre las piernas de los asistentes, unos cuatrocientos. ¿Acojona, no?
¡Noo! ¡Qué va! De los autómatas habla uno con Albert Solé. Y también de Xavier Cugat, ese catalán biger than life, reivindicado en Sexo, maracas y chihuahuas, producida por él. No está Cugui, no. Pero nos quedan los caballitos. Aina Clotet con Cristina Brondo y Roger Pera, encargados ellos de presentar este encantados-de-habernos-conocido-a-nosotrosmismos que resulta el encuentro, están ahí para la foto. Por el carrusel pasan buena parte de los asistentes: Ruth Llopis, Betsy Túrnez, Miki Esparbé, Joan Dausá, Maria Molins y tantos otros, como la productora Marta Figueras, desparramando electricidad a su paso. Algunos se lo miran de reojo. Miria Ros, renovada tras su experiencia teatral; Abel Folk, y la directora Maria Ripoll, que quiere recuperar su karma en la elíptica de CNB tras el rodaje de No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas (Ahí te espero, Maria). “Verónica Echegui está maravillosa”, dice. Camilo Tarrazón, el patrón de los exhibidores, pasa de largo. Cinéfilo cómo es –¡que Spielberg ha perdido su magia!, me acusa–, seguro que recuerda aquella entrega de Saw donde un carrusel se convertía en instrumento de tortura. Es lo que tiene el cine: que todo tiene su cara y su cruz. Isona Passola, la presidenta, me dice que sí, que hay motivo; que sobran, de hecho: 24 películas en lo que va de año, y 56 producciones más esperando. Habla, además, de lo bien que ha ido el rodaje de Incerta glòria (cara), y de lo que se ha endeudado para terminar la película de Agustí Villaronga (cruz). Y mientras uno contempla la fiesta desde la atalaya, el colega Carlos Mir –que lo sabe todo de las películas sobre Barcelona– evoca a Eusebio Poncela, lanzándose al vacío desde ahí mismo, en La muerte del escorpión (1976), de Gonzalo Herralde. Mejor bajamos.