La Vanguardia

Un deseo libre La escritora fue una gran conversado­ra, tan colérica como despojada de lugares comunes

Marguerite Duras tuvo arrugas desde joven: surcos en la frente y “un rostro destruido”

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Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe”. Así se describía Marguerite Duras (Saigón, 1914) en El amante, un libro que a muchos nos cambió y nos hizo sentir lectores diferentes, como si su prosa a menudo fragmentad­a, sus frases desordenad­as sin comas ni puntos, sus elipsis y sus látigos paradójico­s nos sacudieran. Dice: “Mi madre mi amor mi increíble pinta con las medias de algodón zurcidas…”. También dice: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre. Nunca lo he preguntado”. Duras tuvo arrugas desde muy joven: surcos en la frente, la piel resquebraj­ada, “un rostro destruido” como inventario de la pasión de aquella joven francesa, huérfana de padre –profesor de matemática­s– desde los cuatro años, cuya madre permitió que se prostituye­ra, aún virgen, con un chino rico a orillas del Mekong. Ella fue la chiquilla que quería ser escritora, a quien las niñas del instituto que aprendían crol dejaron de hablarle porque andaba por barriadas de mala fama, en la limusina negra del chino, siempre con demasiado maquillaje.

El amante se publicó en España a mitad de los ochenta: la tradujo al castellano Ana María Moix y Marta Pessarrodo­na al catalán, ambas editadas por Tusquets. Recuerdo, casi con literalida­d, de qué manera la prosa de Duras penetró en mis veinte años modificand­o las primeras nociones del amor, igual que en el imaginario de los tres millones de lectores que celebramos la novela (premio Goncourt 1984) como un libro iniciático que ofrecía otra visión del deseo sostenido en una tensión erótica que nunca se acaba de satisfacer. La de quien escribe: “Los besos en el cuerpo hacen llorar. Diríase que consuelan”. Sus frases emergen, se sacuden la espuma de los verbos, se dejan “invadir por la sensación”, aseguraba Nathalie Sarraute –quizá lo único que tiene en común con alguno de sus compañeros del nouveau roman– . Su obra pone el énfasis en su historia personal, que hace y rehace una y otra vez; su combate contra la sintaxis es su manera de responder a las formas impuestas, y de plasmar su voz, dubitativa, no siempre creíble. Aseguraba que uno escribe siempre sobre el cuerpo muerto del mundo, y también sobre el cuerpo muerto del amor, no para reemplazar­los, sino para consignar el desierto que dejan.

Este año se cumplen veinte de su muerte, víctima de un cáncer de esófago. Pero la memoria se obstina en recordar, e igual que en sus novelas tantea y repite una y otra vez. Ella buscaba la palabra exacta; trata de escribir de la misma forma que se trata de amar, aún sabiendo que nunca se logrará del todo. Duras siempre regresa, una y otra vez, fiel al ritornello tan caracterís­tico de su prosa: “Tú no has visto nada en Hiroshima”. Es lo que ocurre cuando se intenta formular un relato desde el pasado. Duras fue una gran conversado­ra, tan colérica como despojada de lugares comunes, valiente. Vivió enclaustra­da durante sus últimos años; dormía con un hombre 38 años más joven que ella, homosexual, Yann Andréa Steiner, a quien le cambió el nombre. “Yan llegó a la vida de Marguerite cuando ella estaba sin aliento. Le devolvió las ganas de escribir y de filmar su amor, su imposibili­dad de amar. Yann la protegerá, la soportará. Yann se callará, encajando los golpes y los insultos”, según atestigua su biógrafa Laure Adler. Marguerite Duras vivió entre prosas, películas, litros de Burdeos y frases que hacen llorar como aquellos besos en Indochina. Nunca dejó de hacer mermeladas.

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LIPNITZKI / GETTY
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FREDERIC REGLAIN / GETTY
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