Lo que el ‘Brexit’ dice de Europa y a Europa
Brexit: después del voto histórico del 23 de junio, hay comentarios en todos los sentidos. Unos insisten en el error de los electores británicos que han elegido la salida de Europa y anuncian que tarde o temprano les llegará la resaca. Hundimiento económico, debilitamiento inevitable de la City… las previsiones van a buen paso. Otros, a la inversa, minimizan el impacto negativo de la elección, explican que las elecciones contribuirán a mantener los vínculos entre el Reino Unido y la UE o afirman que no hay nada tan catastrófico, incluso que será mejor para Londres y la Unión.
Algunos se interesan, sobre todo, por las consecuencias económicas del Brexit; otros, por sus implicaciones políticas, para el Reino Unido (peticiones de referéndum a propósito de la independencia en Escocia y en Irlanda el Norte), pero también para Europa, donde las pulsiones soberanistas se ven revigorizadas. Para convencerse de ello basta con escuchar a Geert Wilders exigiendo en los Países Bajos un Nexit, o en Francia, a Marine Le Pen, un Frexit, o a Jean-Luc Mélénchon hablando de la “salida de los tratados”.
Algunos también acusan de todos los pecados al Reino Unido (en vías, tal vez, de convertirse en un reino desunido). Los británicos ¿acaso no dirigen constantemente la mirada a Estados Unidos?, ¿No han pervertido la idea europea desde su ingreso en 1973 y no se han comportado como negociadores preocupados por sus únicos intereses económicos? Otros dirigen sus reproches más bien a las autoridades europeas, que no han sabido dar con las palabras y los gestos que habrían podido convencer a los británicos para quedarse.
La razón contra el pueblo. Y, más allá de los análisis de circunstancias, se abre paso un sentimiento más profundo: se ha pasado una página importante de la historia de la modernidad occidental, hemos entrado en adelante, con este voto, en una nueva era, que se esbozó a finales de los setenta, con el final de lo que los franceses llamaron los treinta gloriosos –los treinta años de una posguerra caracterizada por el pleno empleo, el crecimiento, la confianza en la ciencia y en la idea de progreso–. Todo esto parece acabado.
El Brexit constituye un elemento complejo. Nos habla a la vez del Reino Unido y de sus problemas internos, que aquí dejaré de lado, y de toda Europa. Lo que nos dice de nosotros, y a nosotros, europeos profundamente apegados a los valores fundacionales de la Unión, sólo puede suscitar sentimientos complejos, una mezcla de asombro y abatimiento. La lucidez querría que reflexionáramos sobre el mensaje que dirigen los electores británicos a los que creen todavía posible hacer vivir o renacer el proyecto de una Europa unida.
Este proyecto se ha alejado de sus intenciones iniciales. Al principio, después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, reposaba sobre valores universales, profundamente humanistas; quería imposibilitar la guerra en Europa e imponer en ella la paz. Se apoyaba en la razón y era competencia, de manera muy amplia, de la idea de progreso. Quienes lo llevaban sobre sus hombros pensaban en la superación de egoísmos y pasiones, eran los herederos del Siglo de las Luces. Creían que mediante una solidaridad económica se impondría la convergencia política, y tal fue la apuesta al inicio de los ochenta. Imaginaron que levantar barreras comunes garantizaría la seguridad de los ciudadanos manteniendo al mismo tiempo una apertura real al mundo; fue el espacio Schengen, la segunda apuesta de esa década.
Y durante un tiempo, más allá de las vicisitudes de la vida política de cada país miembro, la UE hallaba su dinamismo en dispositivos institucionales que le permitían avanzar movilizando a su favor a sectores importantes de los electores en cuestión. Los pueblos estaban en la misma onda que sus representantes, en todo caso de modo suficiente para que la construcción europea fuera, si no ampliamente querida, al menos sí mayoritariamente aceptada. Por otra parte, en particular por la fragmentación del estallido del Imperio soviético, varios países llamaban a la puerta de la Unión Europea, señal de atractivo e irradiación.
Pero los tiempos han cambiado. El voto británico nos lo dice: la razón económica y la voluntad popular han tomado caminos distintos, salvo en Escocia e Irlanda del Norte. Quienes encarnan Europa constituyen de hecho élites a las que su forma de dominio aleja de los medios populares. Estas élites no tienen más que valerse del monopolio de la razón y de la modernización, como siempre actúan los dirigentes, y hablar de insensatez –incluso de locura– para referirse a quienes no piensan como ellos. Nada resulta aquí tan espectacular como la distancia que separa el voto de Londres, capital mundial de las finanzas favorable a la permanencia en Europa, del correspondiente al Brexit en el hinterland londinense desindustrializado, con frecuencia empobrecido y aquejado de desigualdades, que no ha dejado de crecer estos últimos años.
La renovación: ¿por arriba o por abajo? La gestión tecnoburocrática de Bruselas ha sido rechazada por insuficientemente democrática, y los poderes que la encarnan a escala nacional también son cuestionados en Londres. Este voto no obedece sólo a la acción o postura de la extrema derecha, de una derecha dura, más o menos racista o xenófoba. Viene a significar el declive de los partidos políticos clásicos, ya patente en España (con el éxito de Podemos), en Italia (con el triunfo de Cinco Estrellas en las elecciones de Roma o de Turín) o en Austria (con el hundimiento de la derecha y la izquierda).
La crisis de la política en varios países europeos ha suscitado pocas innovaciones institucionales constructivas, ya sea en el seno de estos países o, a la escala de la Unión, donde sólo se han propuesto cambios de menor entidad (relativos, por ejemplo, a la elección del presidente del Parlamento), justo donde sería menester renovar de pies a cabeza el funcionamiento institucional de modo que pudiera recuperarse el contacto con los pueblos.
Un cambio de rumbo o periodo no puede hacerse de arriba abajo. Sólo llegará accediendo al interior del sistema político-mediático actual, y los llamamientos de personalidades en favor de un renacimiento del proyecto europeo
La tecnoburocracia y el neoliberalismo han alejado la construcción europea de sus fines fundacionales
suenan extraños. Es de abajo arriba que los valores fundacionales de Europa podrán materializarse: a partir de la movilización de los ciudadanos, en su pueblo o aldea, en su ciudad, en su barrio, en sus asociaciones, sus empresas, sus universidades, en sus protestas y su posible capacidad de suscitar el nacimiento de nuevos protagonistas políticos. El voto al Brexit es un rechazo cuya lógica no se frenará más que a partir del momento en que fuerzas culturales, cívicas y sociales vuelvan a entablar lazos con el espíritu de las Luces y pongan fin a la alianza de la tecnoburocracia y del neoliberalismo que ha alejado la construcción europea de sus fines iniciales. De momento, no se oyen precisamente estas fuerzas, o muy poco; y, en conjunto, es menester atenerse, por el contrario, al auge e impulso de quienes detentan el repliegue soberanista o nacionalista.