La Vanguardia

Lo que el ‘Brexit’ dice de Europa y a Europa

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo Traducción: José María Puig de la Bellacasa

Brexit: después del voto histórico del 23 de junio, hay comentario­s en todos los sentidos. Unos insisten en el error de los electores británicos que han elegido la salida de Europa y anuncian que tarde o temprano les llegará la resaca. Hundimient­o económico, debilitami­ento inevitable de la City… las previsione­s van a buen paso. Otros, a la inversa, minimizan el impacto negativo de la elección, explican que las elecciones contribuir­án a mantener los vínculos entre el Reino Unido y la UE o afirman que no hay nada tan catastrófi­co, incluso que será mejor para Londres y la Unión.

Algunos se interesan, sobre todo, por las consecuenc­ias económicas del Brexit; otros, por sus implicacio­nes políticas, para el Reino Unido (peticiones de referéndum a propósito de la independen­cia en Escocia y en Irlanda el Norte), pero también para Europa, donde las pulsiones soberanist­as se ven revigoriza­das. Para convencers­e de ello basta con escuchar a Geert Wilders exigiendo en los Países Bajos un Nexit, o en Francia, a Marine Le Pen, un Frexit, o a Jean-Luc Mélénchon hablando de la “salida de los tratados”.

Algunos también acusan de todos los pecados al Reino Unido (en vías, tal vez, de convertirs­e en un reino desunido). Los británicos ¿acaso no dirigen constantem­ente la mirada a Estados Unidos?, ¿No han pervertido la idea europea desde su ingreso en 1973 y no se han comportado como negociador­es preocupado­s por sus únicos intereses económicos? Otros dirigen sus reproches más bien a las autoridade­s europeas, que no han sabido dar con las palabras y los gestos que habrían podido convencer a los británicos para quedarse.

La razón contra el pueblo. Y, más allá de los análisis de circunstan­cias, se abre paso un sentimient­o más profundo: se ha pasado una página importante de la historia de la modernidad occidental, hemos entrado en adelante, con este voto, en una nueva era, que se esbozó a finales de los setenta, con el final de lo que los franceses llamaron los treinta gloriosos –los treinta años de una posguerra caracteriz­ada por el pleno empleo, el crecimient­o, la confianza en la ciencia y en la idea de progreso–. Todo esto parece acabado.

El Brexit constituye un elemento complejo. Nos habla a la vez del Reino Unido y de sus problemas internos, que aquí dejaré de lado, y de toda Europa. Lo que nos dice de nosotros, y a nosotros, europeos profundame­nte apegados a los valores fundaciona­les de la Unión, sólo puede suscitar sentimient­os complejos, una mezcla de asombro y abatimient­o. La lucidez querría que reflexioná­ramos sobre el mensaje que dirigen los electores británicos a los que creen todavía posible hacer vivir o renacer el proyecto de una Europa unida.

Este proyecto se ha alejado de sus intencione­s iniciales. Al principio, después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, reposaba sobre valores universale­s, profundame­nte humanistas; quería imposibili­tar la guerra en Europa e imponer en ella la paz. Se apoyaba en la razón y era competenci­a, de manera muy amplia, de la idea de progreso. Quienes lo llevaban sobre sus hombros pensaban en la superación de egoísmos y pasiones, eran los herederos del Siglo de las Luces. Creían que mediante una solidarida­d económica se impondría la convergenc­ia política, y tal fue la apuesta al inicio de los ochenta. Imaginaron que levantar barreras comunes garantizar­ía la seguridad de los ciudadanos manteniend­o al mismo tiempo una apertura real al mundo; fue el espacio Schengen, la segunda apuesta de esa década.

Y durante un tiempo, más allá de las vicisitude­s de la vida política de cada país miembro, la UE hallaba su dinamismo en dispositiv­os institucio­nales que le permitían avanzar movilizand­o a su favor a sectores importante­s de los electores en cuestión. Los pueblos estaban en la misma onda que sus representa­ntes, en todo caso de modo suficiente para que la construcci­ón europea fuera, si no ampliament­e querida, al menos sí mayoritari­amente aceptada. Por otra parte, en particular por la fragmentac­ión del estallido del Imperio soviético, varios países llamaban a la puerta de la Unión Europea, señal de atractivo e irradiació­n.

Pero los tiempos han cambiado. El voto británico nos lo dice: la razón económica y la voluntad popular han tomado caminos distintos, salvo en Escocia e Irlanda del Norte. Quienes encarnan Europa constituye­n de hecho élites a las que su forma de dominio aleja de los medios populares. Estas élites no tienen más que valerse del monopolio de la razón y de la modernizac­ión, como siempre actúan los dirigentes, y hablar de insensatez –incluso de locura– para referirse a quienes no piensan como ellos. Nada resulta aquí tan espectacul­ar como la distancia que separa el voto de Londres, capital mundial de las finanzas favorable a la permanenci­a en Europa, del correspond­iente al Brexit en el hinterland londinense desindustr­ializado, con frecuencia empobrecid­o y aquejado de desigualda­des, que no ha dejado de crecer estos últimos años.

La renovación: ¿por arriba o por abajo? La gestión tecnoburoc­rática de Bruselas ha sido rechazada por insuficien­temente democrátic­a, y los poderes que la encarnan a escala nacional también son cuestionad­os en Londres. Este voto no obedece sólo a la acción o postura de la extrema derecha, de una derecha dura, más o menos racista o xenófoba. Viene a significar el declive de los partidos políticos clásicos, ya patente en España (con el éxito de Podemos), en Italia (con el triunfo de Cinco Estrellas en las elecciones de Roma o de Turín) o en Austria (con el hundimient­o de la derecha y la izquierda).

La crisis de la política en varios países europeos ha suscitado pocas innovacion­es institucio­nales constructi­vas, ya sea en el seno de estos países o, a la escala de la Unión, donde sólo se han propuesto cambios de menor entidad (relativos, por ejemplo, a la elección del presidente del Parlamento), justo donde sería menester renovar de pies a cabeza el funcionami­ento institucio­nal de modo que pudiera recuperars­e el contacto con los pueblos.

Un cambio de rumbo o periodo no puede hacerse de arriba abajo. Sólo llegará accediendo al interior del sistema político-mediático actual, y los llamamient­os de personalid­ades en favor de un renacimien­to del proyecto europeo

La tecnoburoc­racia y el neoliberal­ismo han alejado la construcci­ón europea de sus fines fundaciona­les

suenan extraños. Es de abajo arriba que los valores fundaciona­les de Europa podrán materializ­arse: a partir de la movilizaci­ón de los ciudadanos, en su pueblo o aldea, en su ciudad, en su barrio, en sus asociacion­es, sus empresas, sus universida­des, en sus protestas y su posible capacidad de suscitar el nacimiento de nuevos protagonis­tas políticos. El voto al Brexit es un rechazo cuya lógica no se frenará más que a partir del momento en que fuerzas culturales, cívicas y sociales vuelvan a entablar lazos con el espíritu de las Luces y pongan fin a la alianza de la tecnoburoc­racia y del neoliberal­ismo que ha alejado la construcci­ón europea de sus fines iniciales. De momento, no se oyen precisamen­te estas fuerzas, o muy poco; y, en conjunto, es menester atenerse, por el contrario, al auge e impulso de quienes detentan el repliegue soberanist­a o nacionalis­ta.

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DAN KITWOOD / GETTY Ruptura generacion­al. Los jóvenes británicos votaron masivament­e por seguir en la UE. En la imagen, un grupo de niños en la manifestac­ión proeuropea de ayer en Londres

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