Índice de libertad económica
Hay quien ha celebrado que España haya mejorado su posición en el índice de libertad económica. Ha pasado de la posición 49 del año 2015 –venía de la 36 del 2012– a la 43 este 2016. Este es un indicador que elaboran The Heritage Foundation y The Wall Street Journal desde 1995 con el fin de mejorar –o cuando menos intentarlo– la comparación de las bondades económicas –o la falta de ellas– de los países. La idea del índice –eso dicen sus creadores– es catalogar qué economías son libres y cuáles no, y las bondades que comporta serlo.
Entre otras, destacando las no económicas: la longevidad, la mejora del estado de salud, la seguridad alimentaria, el fomento de la protección del medio ambiente y una mayor democratización de la sociedad.
A mí independientemente de todo eso, del indicador –que puedo discutir si lo haría así o de otra manera– y de la necesidad, urgente e imperiosa, de distinguir entre causa y consecuencia, me llama la atención la etiqueta con la que lo han bautizado. El concepto de libertad económica es muy importante desde el punto de vista sociológico. De hecho, el concepto de libertad en general, pero la económica es especialmente relevante por el tipo de organización social que tenemos. Y la única realidad es que la dependencia económica, y no la libertad, o en todo caso, la falta de libertad, es lo que marca, negativamente –lo señalo ante la ola de positivismo vital e institucional que nos invade– la vida de la mayoría de la población del mundo.
De España y del resto; tengamos –según el lugar en el que se viva– una posición u otra en el índice. Todo eso sin negar que querría, en toda caso, vivir en el mejor lugar posible; pero, especialmente, tener, individualmente, la mejor posición posible. No olvidemos que se puede ser pobre en el país más rico.
Y no sólo es una cuestión de hipotecas o de paro. La base del problema radica en que nadie que dependa del mercado, con el fin de asegurar su subsistencia, tiene –o puede tener– asegurada su libertad económica. Sí, la pobreza o la falta de bienestar, de grandes colectivos poblacionales lo hacen más evidente; pero, aunque no lo parezca, es lo mismo –menos trágico y más sostenible, sin duda– en aquellos países en que el paro es inexistente, o muy bajo y hay, incluso, la mejor de las coberturas del Estado de bienestar.