La Vanguardia

Un pacto con la realidad

- Llucia Ramis

Cuando escribes sobre el pasado, evocas a los fantasmas. Y no se trata sólo de remover la memoria bajo la que creíste enterrarlo. Va más allá de la metáfora. Piensas en una persona a la que hace siglos que no ves, y de repente aparece. Exclamas: qué casualidad. “Será que tenemos un sexto sentido todavía poco desarrolla­do, percibimos que esa persona está cerca sin darnos cuenta, o al revés, de tanto pensar en ella, la invocamos”, comenta alguien, “nada que ver con la magia; lo único que pasa es que aún utilizamos una parte muy pequeña de nuestro cerebro”. Puede ser.

Llevo meses escribiend­o sobre el pasado, tal vez por nostalgia (la envidia de nosotros mismos) o quizá por melancolía (la incapacida­d para disfrutar del presente). He desenterra­do viejas ciudades que son esta misma ciudad y viejos amores que ya no lo son. El otro día, recibí la llamada de uno de ellos, uno de aquellos amores cuya historia estoy reviviendo por escrito precisamen­te estas semanas.

Salimos juntos durante cuatro años, hace ya más de dieciséis. Luego nos perdimos la pista. Son las nueve y veinte de la mañana y, al ver su nombre en la pantalla del teléfono, mi corazón

En la ficción del pasado, que mi novio llame tiene sentido; en la realidad del presente, no

da un vuelco. Escribir tiene algo de obsesivo, de enfermizo. Uno se instala en aquel mundo y ahí se queda, aunque apague el ordenador y salga de casa y finja que hace lo mismo de siempre. Vive en una doble dimensión, la real y la que va recreando en su cabeza y de la que no puede escapar. Se confunde. Escribir es como estar enamorado. Le das vueltas y más vueltas a frases, instantes, gestos. Temes interpreta­rlo todo mal. Temes perder el control y enloquecer. ¿Irá bien? ¿Será un desastre? El tiempo va a destiempo. Te despistas. Es horrible y maravillos­o, e inquietant­e. La vulnerabil­idad absoluta.

En la ficción del pasado, que mi novio llame tiene sentido. En la realidad del presente, no. Hace mucho que no hablamos. Ni estoy entre sus contactos frecuentes, ni mi nombre empieza por A; queda descartado que haya pulsado mi número por error. La lógica hace que piense en lo peor. Descuelgo temblando. Silencio al otro lado. Devuelvo la llamada. Nadie contesta. ¿Habré perdido la cabeza? Le envío un mensaje. Al cabo de una hora, leo su respuesta. Compruebo feliz que sigue siendo un malhablado incorregib­le: está hasta los huevos de un puto máster que lo lleva de culo. Dice que quien me ha llamado ha sido su hijo de cinco años, que le ha cogido el móvil. Nos ponemos al día por WhatsApp gracias a un inocente juego infantil. Si es que la memoria no es también un juego infantil; nunca inocente.

Cuando te pasa algo así, debes contarlo. Es un pacto con la realidad. Agradecida por el protagonis­mo recibido, te dará nuevas historias para que también las cuentes. Que tengan interés o no, es otra cuestión. En eso consiste escribir. Nada más ni nada menos. Y sí. Tiene que ver con la magia.

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