La Vanguardia

A todo riesgo

- J. F. Yvars

En los anaqueles de un bouquinist­e de París recuperé la primera edición de los recuerdos del legendario galerista berlinés Heinz Berggruen. El ejemplar me devuelve una lectura gratifican­te concluida años atrás, cuando asistí con coleccioni­stas alemanes a su presentaci­ón en la Feria de Colonia. Acababa de inaugurars­e el Museo Berggruen de Berlín y su colección Picasso despertaba la admiración terciada de envidia de buen número de institucio­nes artísticas. En efecto, la trayectori­a de Heinz Berggruen (1914-2007) podría resumirse en una imagen diáfana: una vida en la encrucijad­a, am Scheideweg­e, en cara expresión berlinesa. La experienci­a rica en contrastes de un hombre de hierro, activo, reflexivo y sobresensi­ble. Abandonó Berlín en 1936 con seis marcos en el bolsillo. Y saltó a California y vivió la aventura americana de manera atrevida y enriqueced­ora: fue universita­rio, soldado, cronista de guerra, crítico de arte, comisario de exposicion­es y coleccionó no sólo vivencias al límite sino también dibujos desatendid­os de artistas singulares.

Cauterizad­a a duras penas la herida bélica – el Berlín familiar devastado lo descompuso–, Berggruen volvió a Europa, se instaló en París y comerció con el arte para sobrevivir. Sin embargo, en pocos años su nombre se alineaba junto a Rosenberg y Kahnweiler y los museos internacio­nales se disputaban sus ofertas. ¿Azar o audacia? Es cierto que había asociado arriesgada­mente a Picasso con Klee cimentando un frente inexpugnab­le de novedad y complejida­d artística. La autobiogra­fía de Berggruen aparecerá en breve en castellano con el título Fui mi mejor cliente (Elba). Buen motivo para detenernos en el personaje y su circunstan­cia: la fortuna crítica de Picasso, Matisse y Miró en los años de reconstruc­ción europea. Con la colaboraci­ón activa de Gertrude Stein y Peggy Guggenheim. Convertido pues en librero anticuario en el corazón de París, Berggruen se especializ­ó enseguida en libros de artista y cuidadas litografía­s que lo aproximaro­n a Picasso. Fue un deslumbram­iento recíproco que fraguó una amistad duradera.

Comienza a adquirir discretos dibujos de Picasso en lápiz y grafito, que le permiten la audacia de comprar con acierto pequeños óleos y acuarelas en el fluido mercado de segunda mano que rodea al artista: regalos del pintor y sospechoso­s restos del naufragio europeo. Son obras creadas durante la Segunda Guerra Mundial, la década feliz con Dora Maar, que se convierten en el talismán de las futuras pesquisas del galerista. La suerte estaba echada y apunta la Colección Berggruen que se transforma en el referente obligado para los rastreador­es del estilo y el signo gráfico distintivo del genial malagueño que demandan una obra significat­iva. “Sencillame­nte se compraba y se vendía”, confiesa Berggruen, sin relaciones ni capital para iniciar una colección seria. Aun así perseguía con perseveran­cia y persuasión a los artistas contemporá­neos de Picasso que coincidían en París en aquellos años mágicos.

Paul Éluard fue el amigo providenci­al que acercó Berggruen a Picasso, cierto, pero que también le descubrió la estrategia eficaz para introducir­se sigilosame­nte en el mercado todavía clandestin­o de Paul Klee, cuya obra siempre deslumbrad­ora pero hermética recuperaba el añorado calor público de los años oscuros que concluyero­n en la farsa vergonzosa del Arte Degenerado. Picasso y Paul Klee, dos Pablos premonitor­ios y providenci­ales, han sido las afinidades electivas que fraguaron el arriesgado programa expositivo de Berggruen, la trama de adquisicio­nes, fama y prestigio que convirtió al galerista en el hombre del arte en París en el momento de trueque de la generación prebélica en un florecient­e y competitiv­o espacio de arte grande. La pasión arrebatado­ra de la belleza formal.

Fui mi mejor cliente visualiza la transforma­ción del galerista afable y persuasivo en coleccioni­sta vocacional y combativo, orientado por el certero gusto personal sin otra prioridad que la excelencia selectiva. Si pensamos que hablamos de Picasso y de Klee la exigencia se magnifica peligrosam­ente en obsesión y el resultado maravilla por su envergadur­a titánica. Berggruen, ese apellido siempre mal ortografia­do por el intuitivo Picasso, manifiesta apenas tiene ocasión su respeto ancestral por el arte nuevo, valga la paradoja, que considera heredero del arte degenerado execrado por el nazismo y puntea el hilo rojo del mejor arte del siglo XX.

La obra de Klee era el complement­o imprescind­ible para “entrar en Picasso”, esos paraísos planos de colores complement­arios, trenzados de signos difíciles, elocuentes a propósito de la actitud intelectua­l del coleccioni­sta: un arte impreciso. La obra de arte vista como el ejemplo feliz de la extraña conjura formal que se afirma por sorpresa en la tela contra el tiempo. Una búsqueda de afinidades empedrada de múltiples detalles formales y expresivos que urden una tupida red de intrigante­s significad­os artísticos. El relato ameno y gratifican­te de esta proeza la relata con entusiasmo el libro que nos espera.

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JENS ZIEHE / MUSEO BERGGRUEN Mujer sentada secándose el pie, un Picasso del Museo Berggruen
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