Leo se rinde
Hay algo hermoso y puro en la rendición de quien ha competido bien y reconoce no solo la derrota sino que ésta es la última vez que lo intenta. También un alivio reparador, el fin de la maldición de Sísifo: nunca más esa piedra ni esa montaña. Rendirse es derrota pero, al mismo tiempo, algo de victoria. Rehuir la competición, el ser medido, valorado, premiado o castigado. Al rendirte recuperas el derecho a ser solo quién eres, a decir basta, a que las banderas y las plañideras pasen de largo por la puerta de tu casa.
Messi falla su penalti. Luego, Argentina es eliminada. Arrodillado en el suelo, la cara en el césped y más tarde la mirada perdida: hundido, resignado al fracaso, el ajusticiamiento y luego supimos, que a la rendición. No sólo era una final perdida, otra más, sino el punto final a un amor que solo el éxito podía crear apariencia de apasionado. Messi tiene algo de Gatsby, de arribista melancólico que llega, hace méritos, y por eso es respetado, quizás temido pero nunca aceptado por la clase social –futbolera, argentina– en la que él sueña con ser acogido y amado. Messi busca ser conmutado de una pena muy difusa, por un delito que, de hecho, nadie cometió. No es culpa de nadie que Messi no encaje en el imaginario mítico argentino: héroe y villano, callejero, vulnerable, impredecible, ambiguo hasta el sin sentido.
Leo Messi es sólo el mejor jugador que ha dado el fútbol en toda su historia. Pero no es Alejandro Magno. No es Cruyff ni Maradona. Diego es siempre el Che en Bolivia. El telepredicador
Hay algo puro en la rendición de quien ha competido bien y reconoce que esta es la última vez que lo intenta
redimido. Bocazas, camorrista, es el chaval del equipo pobre que gana a los ricos, a los más preparados, a los atletas. Maradona –Robin Hood, Tony Montana, Kurtz enloquecido en la selva– es el genio sin stage ni calentamiento, sin dieta ni moderación: pura intuición, puro carisma. Alguien que te ciega con la fe del elegido que, a la vez, es el mayor pecador. Con Maradona o Alejandro el grupo a su alrededor acababa creyendo que podía conseguir cualquier cosa. Que ese tipo, su cercanía, su alineamiento te hacía sacar todo lo que tenías y lo que no sabías que tenías. Que con él era imposible perder. Lo creían los suyos y sus enemigos, a veces más en número, dinero y posibilidades. La derrota era una conspiración, un dios enojado, una tragedia que nunca era culpa suya. Con Leo, sus compañeros saben que no les fallará pero que están en un juego empírico y no esotérico. Los equipos alrededor de Leo no trascienden, no están arrebatados por la fe ciega. Por eso Islandia quizás gane la Eurocopa y a Argentina le han eliminado en la tanda de penaltis. Es la diferencia entre lo inevitable y lo posible.