La Vanguardia

El síndrome de Oblak

- Miquel Molina

En un partido de juveniles, jugando de portero, cometí un error que no he conseguido olvidar. La pelota avanzaba hacia mí botando a una velocidad discreta, pero la dejé pasar y se coló en la portería. Siempre me he preguntado por qué hice aquella estatua. Yo era un guardameta fiable, con reflejos y colocación. Tanto se extrañó el entrenador que me envió a la caseta pensando que un encontrona­zo previo me había causado una conmoción cerebral.

Sólo ahora, gracias a una lectura de verano, he empezado a intuir que lo que aquel día hice –por omisión de parada– fue un acto de rebeldía contra la condición natural del portero de fútbol, que no es otra que actuar como el jugador que intenta evitar que la gente disfrute. Jonathan Wilson, autor de The outsider, a history of the goalkeeper, nos advierte de que “si el fútbol representa un elaborado rito de la fertilidad en el que los dioses son servidos cuando se introduce la bola en un lugar santificad­o, el portero es entonces una aberración, el hombre que evita que se cumpla el rito, el que logra que el sol no complete su ciclo, un simbólico profilácti­co, el destructor de

El portero es el destructor de cosechas, es quien trae la hambruna, es quien impide que se ponga el sol

cosechas; es el hombre que trae la hambruna”.

Creo que ahora lo he entendido todo. Comprendo incluso la actuación de Jan Oblak en la final de la Champions League. En un heroico acto de rebeldía, el portero del Atlético convirtió la tanda de penaltis en una asombrosa galería de estatuas que allanó la victoria del Real Madrid. ¿Por qué? Simplement­e, no quería ser él quien frustrara el rito del gol. Por eso se ofreció a sí mismo en sacrificio y desató la alegría de los hinchas, aunque no fueran los suyos.

A los 19 dejé el fútbol, aunque me sigo consideran­do un portero. Por ejemplo, cuando evito con el pie que el iPhone se estrelle contra el suelo o cuando trato de abarcar con mi mano toda la superficie posible de lo que correspond­a abarcar. También al sentarme en la mesa de un restaurant­e busco la equidistan­cia de los dos laterales, pero sólo por nostalgia inconscien­te de la portería y no para amargarle la comida a nadie.

Pienso en todo esto plantado frente a una glamurosa discoteca del Mediterrán­eo francés donde somos decenas las personas que hacemos cola para entrar. No será fácil, porque dentro se celebra una especie de fiesta y al parecer tienen preferenci­a quienes saben de qué va el asunto y convencen al portero. Este no es especialme­nte corpulento, pero parece implacable. No, no y no, se lee en su mirada. Pero esperaré. En algún momento de la noche, se rebelará contra su propio destino de aguafiesta­s y nos dejará pasar. Como Oblak dejó entrar los penaltis de Bale o Ramos. Como Yashin, la Araña Negra, se tragó aquel gol olímpico de Colombia en 1962.

Cuando el cancerbero se haga a un lado, entraré en la discoteca y volveré a salir para intentar entrar otra vez, emulando a un viejo compañero de noches infinitas. Porque lo importante no es haber marcado, sino el acto de ofrecer el portero a los dioses en sacrificio.

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