Michael Cimino cruza la puerta
Muere el mítico director de ‘El cazador’ y ‘La puerta del cielo’
El panteón de los héroes no se nutre tanto de la bravura como de la inconsciencia, aderezada con malentendidos y exageraciones. Y todos esos elementos combinó como nadie Michael Cimino (Nueva York, 1939Los Ángeles, 2016), un cineasta tan escueto en explicaciones como breve fue su trayectoria, con muchos de los elementos arquetípicos del genio inasible. Para que el condimento de lo legendario funcione, uno puede contribuir siendo ambiguo, reticente y un poco mentiroso –que las verdades a medias son otra forma de mendacidad– y así se narró a sí mismo siempre Cimino, un hombre que pasó del éxito fulgurante a una caída en desgracia trufada de megalomanía, y una posterior desaparición de dos décadas.
A excepción de sus películas, casi todo lo que se puede decir de Cimino pisa sobre el terreno blando y pastosos de la especulación y la leyenda, empezando por su verdadera fecha de nacimiento, pasando por su identidad sexual y acabando por las circunstancias de su muerte, anteayer en Los Ángeles: solitaria y repentina, según el abogado Eric Wisemann, citado por The New York Times; pacífica y rodeado de sus seres queridos, si hacemos caso al director del festival de Cannes y amigo de Cimino, Thierry Frémaux, que anunció el deceso a través de su cuenta de Twitter.
Dos de sus películas, rodadas de forma consecutiva, marcan su gloria y su desgracia, así como la ambición de un cine dispuesto a convertirse en el desacomplejado sustituto de la novela como gran alegoría de América: El cazador (1978) y La puerta del cielo (1980). Y aunque cronológicamente ocupan el centro de su carrera, son también su alfa y su omega.
En su modélica biografía de artista, Cimino era un niño prodigio que destacó en las escuelas privadas a las que sus padres lo enviaron, pero no tuvo una juventud tranquila: sus malas compañías y su afición a la noche y sus placeres enturbiaron su relación con su padre, del que contaba el propio cineasta que era un mujeriego carismático que estuvo un año sin dirigirle la palabra cuando supo que se iba a meter en el mundo del cine. “Un tipo divertido”, en todo caso, en palabras de su hijo. De su madre, diseñadora de vestuario, explicaba, vaya usted a saber, que supo que a Michael le iba bien cuando, poco después del estreno de El cazador, vio su nombre en el crucigrama de The New York Times, y así se lo hizo saber.
Ingresó en la Universidad del Estado de Michigan, donde se especializó en artes gráficas. En el anuario oficial de la universidad, en 1959, aparece descrito como un muchacho brillante, aficionado a “las rubias, Thelonious Monk, Chico Hamilton, Mort Sahl, Ludwig Mies van der Rohe, Frank Lloyd Wright y la bebida, preferiblemente, el vodka”. Su trabajo en el diseño de una revista universitaria de humor le valió un premio de publicidad y fue comparado con el de los mejores de Madison Avenue, epicentro de la creatividad publicitaria a donde se mudó a trabajar de inmediato. Fue allí donde empezó a cultivar esa cualidad de exasperante meticulosidad en su trabajo, que satisfacía a los clientes tanto como desesperaba a sus jefes. Le atraía el cine, así que se mudó a Los Ángeles con la idea de ser director. Comenzó como guionista, según contaba él mismo, porque no tenía dinero para comprar los derechos de las novelas que le habría gustado llevar a la pantalla. Tener un guión que una gran estrella quisiera rodar, decía, era la única forma de convertirse en cineasta.
Al final, se equivocaba, y le resultó más fácil ganarse la vida como guionista que convencer a las productoras de que él debía dirigir esos proyectos. Naves silenciosas (1972), de Douglas Trumbull, fue uno de los primeros guiones que vendió, la peripecia de un astronauta hippy, Bruce Dern, que acaba convertido en un insólito Ulises a bordo de una nave invernadero. También firmó el libreto de la secuela de Harry, el sucio (1971), titulada Harry, el fuerte (1973), lo que lo puso en contacto con Clint Eastwood, para quien escribiría y dirigiría de inmediato Un botín de 500.000 dólares (1974), su debut en la dirección, y un gran éxito que le permitió convertirse en cineasta. Se embarcó así en su incontestable do de pecho, El cazador (1978), con Robert de Niro, John Cazale, John Savage, Christopher Walken y Meryl Streep. Esa detallada decons-
trucción de los mitos autoindulgentes de una América en grave crisis de identidad sería su epifanía en Hollywood, con cinco Oscar, incluidos el de mejor director y el de mejor película.
Nunca volvería a conocer un éxito igual, pero su leyenda aún debía de agrandarse para entrar en el panteón antedicho: La puerta del
cielo (1980), su megalómana reconstrucción de los mitos fundacionales de América, se convirtió en una ruinosa superproducción tan llena de vicisitudes como de sobrecostes, y a cuya desastrosa acogida el acervo responsabiliza de haber llevado a la quiebra a uno de los grandes estudios de Hollywood: United Artist. Ahora sí, tras hundir una compañía con sus caprichos creativos, para que la leyenda de artista maldito fuera completa sólo restaba un dramático mutis, al que no podría resistirse hombre tan meticuloso y consciente como siempre fue Michael Cimino.