Otra víctima del ‘Brexit’.
Dimite el líder del UKIP tras dar alas a la ultraderecha en el Reino Unido
Tras las dimisiones de David Cameron y Boris Johnson, ayer dijo adiós Nigel Farage, líder del UKIP, una vez logrado su objetivo de salir de la UE con su discurso xenófobo (aunque su esposa es alemana).
Retirarse a tiempo es con frecuencia lo más difícil, ya sea para futbolistas o para toreros, para cantantes, boxeadores y también políticos. Antes de hacer el ridículo o de que les echen. En plenas facultades, en la cima de su Everest particular en vez de rodando montaña abajo. Pero Nigel Farage, si es que esta vez de verdad se va (asegura que sí), ha escogido el momento perfecto, con los relámpagos del Brexit iluminando su cara fascistoide.
El líder del UKIP no sólo ha liderado y ganado la campaña para que el Reino Unido abandonara la Unión Europea, sino que ha cambiado el rostro del país (no precisamente para bien), ha puesto un cohete supersónico a la ultraderecha, ha hecho tanto de conservadores como laboristas partidos anti inmigración, ha convertido el populismo más burdo, el racismo y la xenofobia en parte del lenguaje político cotidiano, y ha creado un clima en el que los extranjeros son insultados y golpeados en la calle al grito de “vuelve a tu tierra”. Los paralelismo con la Alemania de la República de Weimar donde brotó el nazismo son cada vez más notorios y preocupantes.
Tan preocupantes que, en el nuevo clima de intolerancia a todo lo que no es autóctono que ha florecido tras el Brexit, aspirantes a líder conservador (y por consiguiente primer ministro) como Theresa May y Andrea Leadsom han decidido utilizar a los ciudadanos de otros países de la UE que viven y trabajan en Gran Bretaña como peones en la negociación de nuevos acuerdos con Bruselas, condicionan su derecho de permanencia a las concesiones comerciales y de inmigración que obtenga el Reino Unido, y hablan de la posibilidad de “extraerlos” del país, en un lenguaje que hasta ahora estaba reservado a grupos abiertamente fascistas como el Frente Nacional o el Partido Nacional Británico, y que ponen los pelos de punta a cualquiera familiarizado mínimamente con la historia alemana de la década de los treinta. Y de todo ello, Farage es en gran medida el arquitecto.
“Mi objetivo al fundar el UKIP era que me devolvieran mi país, y el referéndum me lo ha devuelto. El Reino Unido vuelve a ser soberano. Y ahora soy yo el que se va para recuperar su vida”, dijo Farage, el tercer
Gracias en parte a Farage, Gran Bretaña ha dejado de ser un país de acogida y se ha vuelto hostil a los extranjeros
peso pesado de la política británica que dimite como consecuencia del Brexit, después de David Cameron y Boris Johnson. El único que no se va ni aunque lo maten es el líder laborista, Jeremy Corbyn.
La retirada de escena del hasta ahora portador del estandarte de la ultraderecha y el euroescepticismo ha estado perfectamente sincronizada para que parezca un triunfo, pero no todo es color de rosa en el UKIP, y llevaban tiempo cociéndose fuertes tensiones entre Farage y sus subalternos (Paul Nuttall, Steven Woolfe, Peter Whittle, Diana James, Suzanne Evans...), uno de los cuales le sucederá ahora. Douglas Carswell, el único diputado del partido en la Cámara de los Comunes, respondió a la noticia tuiteando una carita con una sonrisa.
El UKIP, bajo la tutela de Farage, ha funcionado como un partido de líder único y culto a la personalidad, más en la línea del comunismo de Corea del Norte que de una democracia parlamentaria occidental. La disidencia no era tolerada. Las cosas se hacían a su manera. Pero tras conseguir que Gran Bretaña
abandone la UE, necesita una nueva hoja de ruta. Primero, para vigilar que los conservadores no se alejan del objetivo de reducir la inmigración y que los extranjeros ya no se sientan bienvenidos en lo que tradicionalmente ha sido una tierra de acogida para ciudadanos de las antiguas colonias y asilados políticos del mundo entero. Y segundo, para seguir captando adeptos entre los votantes laboristas que se han quedado descabalgados con la globalización, y convertir su casi 13% de apoyo en las últimas elecciones generales (25% en las municipales, y aún más en las europeas) en mayor representación y poder político. Ahora, por culpa del sistema mayoritario, sólo tiene un diputado en el Parlamento de Westminster. Necesita mejor organización, dejar de ser un movimiento y evolucionar hacia una fuerza política más convencional y más amplia.
También se puede morir de éxito, y el grupo corre el riesgo de que unos tories borrachos de euroescepticismo, con un brexista como líder, hagan suya la agenda del UKIP, como ya ha empezado a ocurrir en la pugna entre May, Gove y Leadsom por ver quién es más “auténtico” en su rechazo a los “de fuera” (no sólo a los inmigrantes, sino también a los británicos de piel oscura y origen no occidental). El panorama político británico está muy fluido y es posible una fusión de la derecha y la ultraderecha (podrían presentar candidaturas conjuntas en las próximas elecciones generales), como ocurrió en España. Que a ellas se sumen elementos de la izquierda para formar un gran bloque populista-nacionalista. Que desaparezcan unos partidos y aparezcan otros.
Es la tercera vez que Farage dimite como líder del UKIP, y ya se sabe que a la tercera va la vencida. Pero el apóstol del euroescepticismo no va a desaparecer del primer plano, y es posible que tenga una agenda oculta, más allá de dedicarse a la buena vida. Que aspire a un ministerio en el próximo gobierno conservador con sus credenciales de arquitecto del Brexit, o a formar parte del equipo que negociará el divorcio con Bruselas en el papel de guardián de las esencias.
En su despedida, Farage dijo que no se arrepiente de nada, ni siquiera del polémico póster con una cola de inmigrantes, en una puesta en escena con el sello de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Adolf Hitler. Dijo que su próxima misión será combatir “el apaciguamiento a Europa en las negociaciones del Brexit, y que no sacrifique el control de las fronteras”. Durante dos décadas ha sido la cara del euroescepticismo. Se va como la cara de un neofascismo que está abriéndose paso en Inglaterra.