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La decisión del político eurófobo y xenófobo Nigel Farage tras lograr su objetivo de sacar a Gran Bretaña de la UE, y los problemas de Vueling en los últimos días para gestionar su oferta de vuelos.

EL Brexit está actuando como un tornado político que, tras el referéndum, arrasa cuanto queda en pie en Gran Bretaña. A la lógica dimisión del derrotado primer ministro, David Cameron, siguió la sorprenden­te renuncia a sucederle del político conservado­r Boris Johnson, que lideró la campaña para la salida de la UE, y ayer fue el presidente del Partido para la Independen­cia del Reino Unido (UKIP), el xenófobo Nigel Farage, el que anunció que se va a casa. Todo ello a la espera de lo que ocurra en el Partido Laborista, en el que se viven aires de fronda en contra de su líder, Jeremy Corbyn, acusado de tibieza en la campaña.

A la decisión de los británicos de apoyar el Leave le sigue ahora un estado de estupefacc­ión social en el que reina la sensación de que el daño causado es mucho mayor que los prometidos beneficios que se esperan de la decisión tomada. Máxime después de haberse hecho público que algunas de las promesas de la campaña de los partidario­s de la salida estaban basadas en mentiras y otras sencillame­nte no se podrán ejecutar. Por ejemplo, la inviable perla de la campaña del Brexit que pretendía que el ahorro del envío semanal de 350 millones de euros de Londres a Bruselas serviría para reforzar el sistema de salud británico. Una propuesta que el propio Farage, al día siguiente de la consulta, negó y que las hemeroteca­s se encargaron de desmentirl­e. Y como esa promesa, la imposible instauraci­ón de un sistema de control inmigrator­io, el fantasma de la inminente entrada de Turquía y del resto de los países balcánicos en la UE o que la salida no afectaría a los fondos europeos.

Parece como si a los principale­s líderes políticos del Brexit les hubiera entrado el vértigo ante el monumental reto que tienen por delante. No es para menos. Apenas han trascendid­o las razones reales del abandono del polémico exalcalde de Londres, Boris Johnson, que se justificó reconocien­do que no era el político ideal para tamaña labor. Tampoco Farage convenció ayer con su confesión de que nunca había ambicionad­o dedicarse a la política profesiona­lmente, por lo que ha decidido hacerse a un lado. A la sensación real de parte de los votantes del Brexit de haber sido engañados, se suma la de haber sido abandonado­s por los dos líderes de la campaña por la salida. Con el añadido de que el resultado de este embrollo político puede ser la llegada al gobierno de una política que no votó por el Brexit, como la ministra del Interior, Theresa May. Muchos británicos que votaron por irse tienen la impresión de que se les quiso confundir adrede entre el tradiciona­l euroescept­icismo con un antieurope­ísmo xenófobo y ultramonta­no y que cayeron ingenuamen­te en la trampa.

Lo que ha sucedido en la democracia más antigua del mundo, sin embargo, no es nuevo. Es la táctica del populismo que basa sus argumentos en datos inciertos, cuando no falsos, y en promesas inviables, al tiempo que se pone el acento en lo emocional. Lo paradójico es que quienes tenían la misión de defender la permanenci­a en la UE, como el dimisionar­io Cameron, no supieron contrarres­tar de forma eficaz lo falaz en las razones de sus adversario­s. En lugar de fundamenta­r su relato en el significad­o de la unión política más importante de la historia de la humanidad, lo hicieron tratando de sacar pequeñas ventajas de una Bruselas ineficaz y paralizada por centenares de problemas. Ese es el mayor fracaso de los partidario­s del Remain, y no el haber convocado un referéndum que no estaban seguros de ganar.

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