Una feliz coincidencia
Este artículo, escrito en plena campaña, verá la luz después de las elecciones; se trata, pues, no de pedir votos, sino de ayudar a combatir lo que puede ser un sentimiento general nacido de los resultados, una mezcla de decepción y de alivio: decepción, porque no habrán ganado los nuestros; alivio, porque tampoco lo habrán logrado los otros. Unamos a ese sentimiento el desánimo que parece haberse adueñado de los electores, porque una mayoría parece pensar que, si la situación ya es mala hoy, será aún peor dentro de un año. Sólo la posibilidad de que el independentismo auténtico –ese que dice “primero la independencia; el resto, si acaso, después”– esté regresando a sus niveles históricos parece un tributo a la razón en un panorama dominado por el sentimiento. Una disposición de espíritu que no augura nada bueno para la próxima legislatura, y que puede hacernos perder una magnífica oportunidad de mejorar las cosas. Porque, pese a las apariencias, lo cierto es que los hados nos sonríen: nos brindan una feliz coincidencia entre la complejidad de nuestros problemas y las limitaciones de nuestros partidos, que nunca hasta ahora se había manifestado con tanta claridad. Es imposible no adivinar tras esa conjunción la mano de la Fortuna, esa “general ministra y guía”, que fue encargada de ordenar nuestros destinos, aunque a veces nos parezca que está haciendo lo contrario.
Vean si no: por hablar sólo de economía, la nuestra ha de tomarse en serio una transformación no menos importante, y mucho más compleja, que la emprendida cuando, en 1959, España inició la salida de la autarquía. No sabemos muy bien cuál será nuestro lugar en ese proceso que llamamos globalización, ni qué podemos hacer para mejorarlo; asistimos a la emergencia de las clases medias de los grandes países asiáticos, mientras las nuestras han visto sus ingresos estancados durante los últimos veinte años; vemos cómo en nuestro país la brecha entre ricos y pobres se ha ido ensanchando, quizá hasta más allá de lo que es compatible con una convivencia pacífica; si bien quizá podamos confiar en que la revolución digital terminará dando más y mejores empleos, no sabemos cuándo será eso, ni para quién serán esos empleos, ni dónde aparecerán. Son problemas que no caben en el programa de ninguno de nuestros partidos: cada uno aporta propuestas de solución, más o menos acertadas, pero siempre parciales, recetas que son con demasiada frecuencia traducción de prejuicios ideológicos más que fruto del conocimiento y la experiencia.
Vamos a uno de nuestros problemas centrales: la necesidad de ir transformando nuestra economía en otra de escaso paro y mayores salarios, como son las de los países que nos gustan. Nuestros partidos han centrado sus propuestas en uno de sus aspectos, la llamada reforma del mercado laboral. Unos proponen, sencillamente, derogar la del 2012, la del PP, que no fue, en realidad, más que la continuación de la del 2010, que el entonces presidente Rodríguez Zapatero no se atrevió a culminar. Eso sería una barbaridad: hay elementos de esa reforma que han contribuido a crear empleo y a dotar a las empresas de la flexibilidad necesaria para adaptarse a las circunstancias.
Entonces, ¿profundizar en ella, como ofrece el PP? Según y cómo. Si es para bajar los salarios, la respuesta es que no: la devaluación interna a la que se atribuye el éxito de nuestras exportaciones no ha servido para casi nada más que para bajar los salarios, salarios que, por cierto, no han bajado precisamente en el sector exportador. El PP propone crear dos millones de empleos, pero eso no basta: tienen que ser buenos empleos, y eso es mucho más difícil. ¿Reducir el coste de despido? Eso no se debe hacer si los parados no tienen una probabilidad razonable de encontrar otro empleo, y ello no será así mientras no reciban una formación adecuada y mejore la eficiencia de los servicios de colocación, y eso llevará tiempo. Un momento: ¿no resuelve todo eso el contrato único propuesto por Ciudadanos? Como economista no puedo por menos de aplaudir una solución de una simplicidad y elegancia admirables; pero voces mucho más autorizadas que la mía, curtidas en el terreno laboral, me dicen que la fórmula resulta inaplicable en su diseño actual, y me parece prudente escuchar sus argumentos.
¿Ven dónde está la feliz coincidencia? Por una parte resulta que no deberíamos
Nuestros problemas necesitan juntar las cabezas, incluso las malas, no que se peleen entre sí a ladrillazos
aplicar las recetas de un partido a exclusión de los elementos aprovechables de otros; por otra, eso es precisamente lo que impedirán los resultados de las elecciones: ningún partido podrá imponer su verdad, necesariamente parcial, al resto. Nuestros problemas necesitan juntar las cabezas, incluso las malas, no que se peleen entre sí a ladrillazos. Cada uno habrá votado a su partido, y cada uno deberá exigir a sus representantes que cumplan con la palabra dada al concurrir: que lo hacen sin más propósito que el bien del país.