La Vanguardia

El canto de los grillos

- Josep Maria Ruiz Simon

El poder puede definirse de muchas maneras. A Joseph Nye, uno de los presidente­s de la famosa comisión trilateral y experto de fama en la disciplina de las Relaciones Internacio­nales, le gusta definirlo como la capacidad de obtener los resultados que se buscan influyendo en el comportami­ento de los demás. Su preferenci­a por esta definición no es casual. Nye es conocido, sobre todo, como el padre de la distinción entre el poder duro y el poder blando. Y estos dos tipos de poder se distinguen por la manera en que se consigue que los otros hagan lo que uno quiere. El poder duro lo hace de una manera más directa, por medio de amenazas (palos) o de incentivos (zanahorias), por ejemplo. El poder blando lo hace, en cambio, de una manera más sutil: organizand­o la agenda política de forma que configure las preferenci­as ajenas, en una organizaci­ón en la que la cultura, la ideología y la propaganda interpreta­n un papel capital. Nye evoca Gramsci cuando habla del poder blando y no es por azar. Como tantos otros desde hace un tiempo, piensa como Gramsci que la batalla por la hegemonía es decisiva en la guerra por el poder. La sombra de esta tesis de Gramsci hace tiempo que se proyecta tanto hacia la derecha como hacia la izquierda.

En La paradoja del poder norteameri­cano (2002), Nye apunta que, aunque los poderes duro y blando están relacionad­os y pueden reforzarse mutuamente, el poder blando

Aunque los poderes duro y blando están relacionad­os, el poder blando no es mero reflejo del duro

no es mero reflejo del duro. Y pone dos ejemplos para ilustrarlo. Por un lado, el de la Unión Soviética, que, antes de empezar a perder el poder duro, perdió buena parte de su poder blando con las invasiones de Hungría y Checoslova­quia. Y el del Vaticano, que no perdió el poder blando al perder en el siglo XIX los Estados Pontificio­s. Evidenteme­nte, esta no correspond­encia entre ambos poderes también puede constatars­e en el ámbito de la política interior. El Tripartito, por ejemplo, empezó a perder su poder blando antes de perder aquel tipo de poder duro que, en las democracia­s representa­tivas, otorgan y sacan los votos. Y CiU ganó las elecciones del 2010 gracias al poder blando que acabó conquistan­do en la lucha por la hegemonía cultural que CDC libró durante su “travesía del desierto”. De alguna manera también ha sido gracias a la hegemonía conquistad­a entonces y a la omnipresen­cia y capacidad de persuasión intimidato­ria de los formadores de opinión que contribuye­ron a forjarla que CDC mantiene hoy unas posiciones de poder que sobrepasan escandalos­amente su fuerza electoral. La principal astucia de Mas ha sido precisamen­te el uso de este poder blando para que los compañeros de viaje en el proceso hicieran, en cada momento, y a menudo en contra de sus propios intereses, lo que interesaba a CDC. Pero todo parece indicar que el recorrido de este recurso se acaba. Y no es extraño que, en este contexto, el potaje de aquellos formadores de opinión se haya convertido en una olla de grillos que interpreta n el curioso espectácul­o que suelen interpreta­rlos intelectua­les al servicio del poder cuando desfiguran el canto porque sienten que se pone el sol que les calienta.

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