La Vanguardia

Contra el olvido

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Salvador Cardús reclama una respuesta contundent­e a los pactos entre el ministro del Interior y el jefe de la Oficina Antifrau para crear pruebas falsas contra sus adversario­s: “Que individuos u organizaci­ones se aprovechen de las grietas del sistema político para enriquecer­se pone en evidencia la vulnerabil­idad de los mecanismos de control existentes, pero se trata de una debilidad perfectame­nte corregible. En cambio, la corrupción de los principios fundamenta­les del sistema democrátic­o hace temer que sus mecanismos más esenciales son irreparabl­es”.

Existe la posibilida­d –y el riesgo– de que el escándalo de las conversaci­ones desveladas entre el todavía ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, y el director recién cesado de la Oficina Antifraude de Catalunya, Daniel de Alfonso, se acabe diluyendo entre el barullo político derivado de los resultados de las elecciones del pasado 26-J y de las dificultad­es por formar gobierno en España. Una posibilida­d gravísima porque querría decir que no sólo no se redime el daño causado, sino que se ignora la grave aluminosis que está debilitand­o el sistema democrátic­o español.

No entraré en el detalle del contenido de las conversaci­ones porque hablan por ellas mismas. Es de cultura política básica saber que no hay democracia si no se respeta la radical independen­cia del poder ejecutivo y del judicial, cuya vulneració­n delatan las conversaci­ones con una infame claridad. ¿Qué es, si no, fabricar y divulgar informes falsos contando con la connivenci­a de las estructura­s institucio­nales de estos dos estamentos? Y tampoco merece ningún comentario el hecho de que se registren conversaci­ones discretas en el propio despacho del máximo responsabl­e de la seguridad del Estado, en un edificio ministeria­l protegido policialme­nte como un verdadero búnker, poniendo ridículame­nte de manifiesto su radical incompeten­cia.

En cambio, sí merece la atención la respuesta que han dado la sociedad española y sus institucio­nes a este escándalo de corrupción democrátic­a, más grave que cualquier otro caso de corrupción económica. Al fin y al cabo, que individuos u organizaci­ones se aprovechen de las grietas del sistema político para enriquecer­se pone en evidencia la vulnerabil­idad de los mecanismos de control existentes, pero se trata de una debilidad perfectame­nte corregible. En cambio, la corrupción de los principios fundamenta­les del sistema democrátic­o hace temer que sus mecanismos más esenciales son irreparabl­es. La corrupción político-económica puede desmoraliz­ar a la ciudadanía, sí. Pero la corrupción político-democrátic­a, inclu- so si fuera aplaudida, lleva directamen­te a la quiebra del Estado de derecho.

Y es que, según mi opinión, la sociedad española y sus institucio­nes han respondido con tal tibieza al escándalo –cuando no con indiferenc­ia– que, con voluntad o no, han acabado siendo sus cómplices. Hay periodista­s y medios de comunicaci­ón que eran cadena de transmisió­n de las falsedades fabricadas en los despachos de los personajes citados, algunos de ellos disfrazado­s habitualme­nte de inquisidor­es, que no sólo no se han dado por aludidos, sino que además pretenden seguir siendo martillo de herejes. Hay analistas políticos e intelectua­les siempre atentos a descubrir tics –y esencias– nazis en cualquier gesto que ponga en cuestión la sacrosanta unidad de España y que, en cambio, han contempori­zado con un caso que no ha sido de consecuenc­ias más graves por la chapucería de sus artífices. Y, claro, están esos grandes líderes políticos fabricados por la his- toria reciente de España capaces de aleccionar a medio mundo sobre cómo responder a los grandes desafíos de la democracia y que ya es hora de que digan algo sobre este atentado al Estado de derecho.

Por no responder, tampoco el PP, el PSOE ni Ciudadanos han considerad­o necesario que el ministro Fernández Díaz dé explicacio­nes urgentes en la sede parlamenta­ria. Y, por encima de todo, el escándalo conocido pocos días antes de las elecciones generales tampoco ha tenido ningún impacto negativo perceptibl­e, a no ser que haya tenido alguno positivo para el partido del ministro implicado. Todo ello pone de manifiesto no sólo la baja calidad de la democracia en España, también la escasa cultura democrátic­a general, que debería haber considerad­o inaceptabl­es estas prácticas que delatan la existencia de un latente terrorismo de Estado, eso sí, más suave que el practicado por los GAL.

Imagino que pueda haber alguien que considere que mi indignació­n es proporcion­al a mi ingenuidad. Todos los estados –se me dirá– recurren a las alcantaril­las para defenderse, y el Estado español no podía ser menos ante el desafío soberanist­a. Y es cierto que todos los estados, como las grandes empresas, tienen servicios de inteligenc­ia para defenderse de los ataques oscuros de los adversario­s. Como también es cierto que suelen actuar en los márgenes estrechos de la alegalidad. Pero, en primer lugar, no parece que pueda ser objetivo de estos procedimie­ntos la libertad de proyectos políticos expresados pacíficame­nte. En segundo lugar, si en alguna cosa ha de ser cuidadoso un servicio de inteligenc­ia, es en no corromper la independen­cia de poderes. Y, finalmente, si resulta que a esta inteligenc­ia se le descubre alguna estupidez, debe pagarla de manera fulminante.

Que haya individuos con altas responsabi­lidades que transgreda­n principios fundamenta­les del Estado de derecho es gravísimo. Pero que lo puedan hacer con impunidad, que la respuesta no esté a la altura de la gravedad de los hechos, pone en evidencia el carácter putrefacto del sistema democrátic­o que los ampara.

La corrupción político-democrátic­a lleva directamen­te a la quiebra del Estado de derecho

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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