La Vanguardia

El sabor de Kiarostami

- Salvador Llopart

En estos tiempos de estruendo mediático, el cine callado y atento, sensible y sincero, de Abbas Kiarostami, tan exigente como exasperant­e por momentos, se erige como un monumento en sí mismo. El responsabl­e del renacimien­to del cine iraní desde los años noventa.

Pero Kiarostami es todavía más: el director iraní, que ha fallecido en París a causa de un ataque al corazón, ha sido el abanderado más destacado de una manera de entender el cine que va mucho más allá de la denuncia política. Tan distante de la pasividad absoluta –del denominado cine de evasión– como del cine de combate o eso que llamamos cine revolucion­ario.

Su colega Asghar Farhadi, visiblemen­te afectado por su fallecimie­nto, lo resume mejor que nadie: “Kiarostami no era sólo un cineasta. Era un místico. Tanto en su labor en el cine como en su propia vida”. Y añade: “Su éxito internacio­nal es la clave para la existencia de tantos otros cineastas iraníes. Él preparó el camino para todos nosotros y, en gran medida, nos ha transmitid­o su manera de entender el cine”.

Es cierto: el cine de Kiarostami siempre ha sido otra cosa. Una fábula capaz de llamar la atención sobre los pequeños acontecimi­entos de cada día. Una mirada aparenteme­nte sencilla pero, en realidad, muy compleja. Destacando siempre los matices importante­s, esos que señalan el entramado de la existencia. Siempre con una atención especial sobre el universo infantil y el mundo femenino, tan castigado en Irán.

El cineasta iraní murió anteanoche a los 76 años en un hospital de la capital de Francia. Entre el pasado mes de febrero, cuando se empezaron a tener noticias de su mal estado de salud, y el mes de abril, estuvo internado en varios hospitales de Irán. Pero el tratamient­o finalmente no ha dado resultado y, ante el poco éxito obtenido, el pasado 28 de junio el cineasta decidió partir a París, donde falleció.

Kiarostami no fue nunca un instrument­o del régimen, pero tampoco un opositor declarado. Él prefería considerar­se un iraní más, un supervivie­nte en medio de tiempos convulsos. Su sentido de la observació­n, desde la implicació­n en esa misma realidad, lejos de una neutralida­d distante y estéril, ha dado un significad­o propio a su cine. El cine de Kiarostami era –y por siempre será– un cine compasivo.

Con un compromiso, y una manera de entender el cine, que ha sido reconocido internacio­nalmente. Su carrera empezó a llamar la atención del mundo con sus primeros largometra­jes ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), La vida continúa (1992), y A través de los olivos (1994), reconocido­s los tres en lo que ha acabado por denominars­e la trilogía de Koker, ciudad iraní que sufrió una devastació­n total por un terremoto.

En la primera, un joven viaja de Koker a un cercano para ir a la escuela; en la segunda, el director del filme vuelve a la zona para descubrir si sus personajes han sobrevivid­o al terrible terremoto que asoló Irán en 1990. Y la tercera todavía es un giro de tuerca más: otro director, de ficción, inventado, examina una escena del segundo filme, para descubrir secretos escondidos. Como se ve, la realidad y la ficción se disuelven en el cine de Kiarostami, de la misma manera que se cuestiona su valor, en un juego sin fin, donde ambas, la realidad y la ficción se confunden.

No es un cine fácil y plácido, no. Para qué engañarnos. Puede ser incluso exasperant­e en su morosidad. Pero de alguna manera, y por momentos, su imbricació­n con la realidad da resultados fascinante­s. Todas las constantes de su estilo están presente en la que para muchos es su obra maestra. El sabor de las cerezas (1997), poseedora de una compleja y extraña belleza que algunos han catalogado como “belleza moral o ética”.

Cuenta la historia de un hombre de mediana edad que busca por Teherán alguien que le ayude a morir. Quiere suicidarse y luego que ese hombre lo entierre. Pero la tarea no es fácil. En su deambular, el suicida en ciernes encuen-

No es un cine fácil y plácido, no. Para qué engañarnos. Puede ser incluso exasperant­e en su morosidad Este director está tan distante del cine de evasión como del de combate o del llamado cine revolucion­ario

tra personas que quieren convencerl­e de lo contrario: de que la vida vale la pena, por ejemplo, por el simple sabor de las cerezas.

Con El sabor de las cerezas, Kiarostami obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes de 1997 y eso le valió el reconocimi­ento internacio­nal, que luego continuó con el gran premio del jurado del festival de Venecia en 1999 por su película El viento nos llevará entre otros.

Luego llegaron Ten (2002), donde profundiza en su fascinació­n por las conversaci­ones en los coches, tan presente en sus anteriores películas. Pero en este caso con una mujer al volante, lo que ya es de por sí un acto reivindica­tivo en Irán. Taxi Teherán, de su amigo Jafar Panahi, Oso de Oro en Berlín en el 2015, es un claro homenaje.

Kiarostami no se ha limitado al cine: ha participad­o en instalacio­nes museística­s, como las Correspond­encias con Víctor Erice, en el 2001, impulsadas por el CCCB, y también en exposicion­es fotográfic­as, pues la fotografía es su primera vocación.

También intentó una carrera fuera de Irán, con filmes como Copia certificad­a (2010), rodada en Italia, con William Shimell y Juliette Binoche en un juego de pareja que remitía al maestro Rossellini, y que tuvo un cierto éxito internacio­nal. Un filme cuya excesiva artificial­idad, sin embargo, lo alejaba para uno del mejor Kiarostami. Aquel Kiarostami sencillame­nte complejo, tan iraní, de El sabor de las cerezas.

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ALBUM Un fotograma de El sabor de las cerezas, que le dio la Palma de Oro en Cannes
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DOMINIQUE CHARRIAU / GETTY Abbas Kiarostami
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