La Vanguardia

De profesión, espectador­a

- Sergio Heredia

De cría, nunca sintió devoción por el deporte. En los años cuarenta y cincuenta, tuvo una infancia más bien ruda, en la Castilla central de campos gélidos en el invierno y amarillos en el verano. No había fútbol allí. Eran tiempos de curas y militares. ¿Cómo se llamaba el campo del Real Madrid o el del Barça? Vete tú a saber. Había que ir al colegio y ordeñar las vacas. El tiempo no daba más de sí. Luego se mudó a la gran ciudad. Se casó y empezó a tener hijos. Le salieron chicos, un montón, y a casi todos ellos les dio por jugar al fútbol, e incluso por el atletismo.

No había cambiado nada: el tiempo seguía sin dar de sí. De lunes a viernes tenía que levantar a los churumbele­s, acicalar a los mayores y amamantar a los pequeños. Llevarlos al colegio y recogerlos luego. Ayudarlos con los deberes. Bañarlos y darles la cena. Tuvo escasas ayudas. El marido curraba. Eran otros tiempos, otra generación. Eso dicen. En realidad, el formato se repite en el siglo XXI. Que no nos cuenten milongas. Luego los mayores se hicieron más mayores y comenzó el peregrinaj­e del fin de semana. Uno jugaba al fútbol el sábado a las nueve. El otro, a las once. El tercero disputaba una carrera a las once y cuarto en la otra punta de la ciudad. La mujer iba loca.

El viernes, tras haber acostado a todos, y antes de acostarse ella, se preparaba el plan del sábado. Se estudiaba la agenda de partidos y carreras, se apuntaba las direccione­s de los estadios y los horarios de las concentrac­iones y rezaba para que todo fuera bien:

–Recuerda una cosa, mamá –le repetía uno de los churumbele­s, el atle-

Tuvo churumbele­s y a todos les dio por jugar al fútbol o por correr; se pasaba el sábado de estadio en estadio

ta–: una carrera no es un partido de fútbol. No dura noventa minutos. En tres o cuatro minutos está lista. Si corro a las once y cuarto, no puedes llegar a las once y media. Para entonces, ya todo habrá acabado...

La madre despachaba al chaval con un saludo militar y seguía rezando.

Y mientras, se preguntaba qué era más duro. Si ordeñar las vacas o complacer a todos los críos.

Podríamos decir que toda aquella historia se prolongó por diez años. Pero no... Veinte años después los churumbele­s han tenido críos, y la madre es ahora la abuela de un montonazo de nietos. Y muchos de ellos también juegan al fútbol, o al baloncesto. O corren. O bailan.

Ahora son estos, los nietos, quienes reclaman su trocito de abuela.

Esta es la historia de nunca acabar. Hoy, de lunes a viernes, aquella niña del campo que fue madre y luego abuela cría a los nietos más pequeños. Y los sábados sigue arriba y abajo, de campo en campo.

La vida pasa.

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