NIXON Y ELVIS
El presidente de EE.UU. recibió al mítico cantante, que le ofreció su ayuda contra las drogas.
Cualquier mitómano estará de acuerdo. No todos los días se disfruta de la oportunidad, en la librería de tu barrio, de palpar el latido de un personaje real de la historia de Estados Unidos.
Real y protagonista de una de las épocas más convulsas del país.
Aquí viene Clint Hill, al Upper West de Manhattan. El paso del tiempo es incuestionable, ya ha cumplido los 84. Pero sigue siendo el mismo hombre de buena planta que hace casi 53 años, en la Dealey Plaza de Dallas –la ciudad texana hoy de nuevo trágica– corría detrás del coche del presidente John F. Kennedy, una vez que recibió el impacto letal.
La estampa del agente quedó inmortalizada en la película Zapruder subido al parachoques trasero de la limusina.
Es el mismo que entró a formar parte del servicio secreto de la Casa Blanca con Dwight Eisenhower. Que vivió la crisis de los misiles o los líos de faldas de JKF. Que protegió a la viuda más llorada, a Jackie. Que acompañó a Lyndon B. Johnson a los funerales del admirado reverendo Martin Luther King o del hermanísimo Robert Kennedy, a ese Johnson que vio hundido por el desastre de la guerra de Vietnam. Que recibió una llamada la noche del robo en el Watergate –los cuarteles de la reelección de los demócratas– o que integraba el destacamento cuando su jefe Richard Nixon dimitió por ese caso. Y que cerró su carrera con el sustituto, con Gerald Ford.
Hill presenta su último volumen, Cinco presidentes. un récord entre los de su carrera. Su anecdotario resulta abundante. A la hora de las preguntas de la audiencia, y en medio de tantos hechos remarcables, hay una en especial que provoca jolgorio.
–¿Nos puede comentar el encuentro de Nixon y Elvis Presley?
Se arranca con la precisión que exhibe en sus páginas. El 21 de diciembre de 1970, sentado en su oficina del complejo del 1600 de la avenida Pennsylvania, su secretaria, Eileen Walsh, se acercó a la puerta a explicarle un sucedido.
–Míster Hill, no se va a creer la información que he recibido. –¿De qué se trata? –Elvis Presley ha aparecido en el acceso noroeste, sin anunciarse. Ha pedido ver al presidente. –¿Era él? –En apariencia, sí. Dejó una carta manuscrita de seis páginas con su contacto en Washington.
En un tira y afloja, “alguien vio una oportunidad para la relaciones públicas”, insiste. La peripecia de esa reunión en el despacho oval, celebrada esa jornada, la define el autor Peter Carlson como “uno de los momentos más estrafalarios en la crónica de América”.
A pesar de esto, o precisamente por esto, la reunión ha entrado en el imaginario colectivo. “Por ser algo tan incongruente”, remarca Carlson, periodista y escritor.
“Ese cara a cara tan incómodo, de dos iconos tan opuestos, todavía reverbera en muchos estadounidenses, es una de esas cosas que calan en la cultura popular”, tercia Timothy Naftali, profesor en la Universidad de Nueva York y primer director de la Biblioteca Nixon, en el 2007, al integrarse en la red pública federal.
La pasada primavera, Liza Johnson estrenó Elvis & Nixon ,el filme que ha realizado sobre ese encuentro, que llegará a España en agosto. Los protagonistas son Kevin Spacey, como Nixon, y Michael Shannon de sosias de Elvis.
Aunque tuvo buenas críticas, Carlson y Naftali coinciden en que no son comparables al éxito de las fotografías que inmortalizaron esa escasa media hora.
Los Archivos Nacionales de EE.UU., que distribuye fotos de su fondo de armario, pusieron a la venta, a finales de los años ochenta, la imágenes de ese tándem tomadas por el fotógrafo oficial Ollie Atkins. De inmediato, esos retratos se convirtieron en los preferidos. Y han continuado como unos de los más solicitados, si no los que más. La institución ha desarrollado una línea comercial de objetos conmemorativos, desde tazas hasta bolas de nieve, con las dos figuras dentro.
Detrás hay un relato que describe al político que soñaba ser simpático y al eterno adolescente que fue el músico.
Todo empieza en Memphis, en vísperas de la Navidad de 1970. El punto de partida es Graceland, el hogar de Elvis. Descrito como un tipo generoso, su padre, Vernon, y su esposa, Priscilla, le recriminaron que se gastara “más de 100.000 dólares”, sostiene en su biografía Albert Goldman, en dos de sus pasiones: pistolas y Cadillacs. Desairado, emprende una ruta al azar. No tiene más equipaje que un par de revólveres, su insignias policiales (placas auténticas), una tarjeta de crédito y ni un centavo en metálico.
Hace escala en el aeropuerto de Dallas. Llama a su amigo Jerry Schilling, que reside en Los Ángeles. Le pide que le recoja al aterrizar en la ciudad californiana.
Schilling contó en su día, en un debate organizado por Naftali, que le sorprendió ver a su colega con “el atuendo Las Vegas”, un traje de terciopelo morado y capa, y sin más maleta que ese neceser que le regalaron por viajar en primera. Aún no se habían instalado los detectores de metales, por lo que no tuvo problema para volar armado. Si le ponían reticencias, exhibía sus placas policiales. “No se ha de olvidar que él nunca viajaba solo ni se hacía cargo de nada”, advierte el excolaborador. Elvis le pide que le acompañe a Washington, a cumplir una misión sin especificar.
Le pone la condición de avisar en Graceland. Se imaginó que su ausencia haría saltar las alarmas por su posible desaparición. Presley lo entendió. Desde Memphis se desplazó al DC Sonny West, uno de los guardaespaldas de mayor confianza del artista.
Durante el vuelo, Elvis saludó al senador George Murphy, al que le comentó su deseo de ayudar al país y a Nixon. Al parecer, Murphy le aconsejó escribir una carta al mandatario. Así que pidió papel –le entregaron unos folios con el sello de American Airlines– y se puso manos a la obra.
Tras el saludo y aclararle “soy Elvis Presley”, exhibe su preocupación por el país –la cultura de las drogas, “los elementos hippies”, el LSD, los Black Panther– y su capacidad de influencia porque esos sectores “no me consideran su enemigo o, como lo llaman, el establishment”.
Y deduce: “Puedo hacer un gran servicio”. A cambio no reclama una distinción o un cargo, sólo una placa de la oficina de la lucha contra los narcóticos.
Irónico. Elvis murió –si es que murió como dudan los conspira-
“Puedo hacer un gran servicio”, dijo, y pidió a cambio una placa de la oficina de la lucha contra los narcóticos