El mayor espectáculo del mundo
Hay una semana al año en la que me levanto unos minutos antes de las ocho de la mañana para ver televisión. Cada mañana, desde el pasado jueves 7 de julio, asisto al mayor espectáculo televisivo del mundo: los encierros de los sanfermines.
Cada año escribo aquí sobre esto, porque no consigo dejar de asombrarme. Nuestra televisión pública (La 1), con un despliegue técnico asombroso, transmite una carrera enloquecida en la que veo entremezclarse cornamentas y piernas, bestias de 600 kilos con la muerte en la punta de unas astas que acarician los costados y los cuellos de personas que parecen haber perdido el respeto a la propia vida.
El espectáculo de la carrera dura apenas cinco minutos que parecen eternos, electrizantes, que son de los más magnéticos que la pantalla del televisor ofrece en el globo. No puedo dejar de mirar el encierro, porque sé que en esos cortos minutos está dilucidándose ante mis ojos la vida o la muerte de alguien, en directo, sin que ninguna intervención humana pueda impedirlo. Milagrosamente, casi nunca pasa nada terrible, pero el atractivo del espectáculo consiste justamente en que la tragedia es inminente, es posible a cada segundo. Por eso la cuota de pantalla de esta transmisión televisiva se acerca al 50%, porque es muy difícil no mirar.
San Fermín se revela cada mañana a las ocho en punto como el santo más benévolo del santoral, porque permite que las puntas de las astas rocen hígados y carótidas, femorales y cráneos, vejigas y escrotos, sin que la señora de la guadaña se las lleve por delante, y que sólo las acaricie con suave limpieza de nácar.
Corrí un día unos metros por esas calles, como homenaje letraherido al mito de Hemingway, y aunque lo hice a una distancia cósmica de los toros, sentí cómo el corazón se te sube a la boca, así que una y no más, Santo Tomás.
Cada año temo que alguna sensatísima institución europea o la mismísima ONU prohíba este acontecimiento singular y tremendo. Sería un imperdonable error, por supuesto, ya que el enardecimiento y la vitalidad que emana de estas imágenes nos recuerda que estamos vivos porque nos da la gana, es una ofrenda a la existencia.
Cada año, además, todo se ve un poco mejor, porque cada año hay más y más cámaras, ahora también una cámara cenital con una lente gran angular de 360 grados que ofrece una panorámica más cercana al aleph borgesiano que a la simple televisión, y también unas camisetas inteligentes y térmicas que miden pulsaciones y riegos sanguíneos de uno de los atrevidos corredores. La tecnología más avanzada le da la mano al atavismo más cavernario y ancestral, el de sentir el miedo en la piel y en las pulsaciones de las arterias, nuestro terror primigenio ante la naturaleza piafante, frente a los belfos espumajosos de la animalidad en bruto, con pezuñas y cuernos más afilados que colmillos de tigre de dientes de sable.
Sí, hay una semana al año en la que me levanto unos minutos antes de las ocho de la mañana para ver televisión.
Cada año temo que alguna sensatísima institución europea prohíba esta atávica y tremenda carrera