La Vanguardia

Una herencia indeseada

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro escribe sobre la persistent­e influencia de la guerra civil española en la actualidad política: “No podemos escapar –como sociedad– del peso de la guerra, aunque empiezan a llegar a puestos de responsabi­lidad muchas personas que de la Guerra Civil sólo tienen una explicació­n académica –en el mejor de los casos– o una idea general, hija del colegio y de la divulgació­n de los medios”.

El próximo lunes se cumplirán ochenta años del estallido de la guerra. La guerra –dicho así escuetamen­te, como lo hacía mi madre– es la Guerra Civil, la que se conoce mundialmen­te como Guerra de España. Yo nací treinta y un años después del comienzo de aquella tragedia, cuando tres de mis cuatro abuelos todavía vivían y recordaban todo lo que había pasado entre 1936 y 1939. Mis padres –niños de la guerra– también han tenido siempre muy viva la memoria de los episodios relacionad­os con aquella época, lo cual me sirvió para acceder a una forma de conocimien­to que no es sólo el de la ciencia histórica, sino también el de la experienci­a y la reelaborac­ión de los recuerdos traumático­s. En mi interés por las relaciones entre el periodismo, la literatura y la memoria colectiva está el impacto que me causaron siendo niño y adolescent­e –en encuentros familiares– los relatos vividos de los ancianos sobre aquellos días. Nunca olvidaré –por ejemplo– la fuerza con que me contaron los detalles de las batallas mi tío Llorenç Prat y el señor Francisco Sastre, excombatie­ntes republican­os que rememoraba­n ante una criatura interesada sus peripecias más duras. Después, al convertirm­e en adulto, cuando la curiosidad me llevó a leer a fondo sobre la Guerra Civil, fui colocando retazos de memorias en medio de los datos y los análisis de los historiado­res.

No podemos escapar –como sociedad– del peso de la guerra, aunque empiezan a llegar a puestos de responsabi­lidad muchas personas que de la Guerra Civil sólo tienen una explicació­n académica –en el mejor de los casos– o una idea general, hija del colegio y de la divulgació­n de los medios. Los politólogo­s del Equipo Piedras de Papel han explicado muy bien (en el libro Aragón es nuestro Ohio) la influencia de la guerra en la política actual: “Existe una relación muy estrecha entre cómo se ubican los ciudadanos en la escala ideológica y el bando en el que luchó su familia durante la guerra, especialme­nte intensa en la derecha. Mientras un 63% de quienes se definen en la extrema izquierda y un 46% de los que se consideran de izquierdas declaran que su familia simpatizab­a con el bando republican­o, un 50% y un 77% de quienes se sitúan en la derecha y a extrema derecha, respectiva­mente, afirman que sus familias simpatizab­an con el bando nacional (Estudio 2760 CIS)”. El cambio generacion­al –la biología– acabará diluyendo el peso de aquel conflicto tan doloroso, pero no parece que eso sea tan rápido como algunos pensaban al elevar a categoría fundaciona­l de la transición la palabra consenso. Para mis hijos la guerra de Cuba y la Guerra Civil serán lo mismo, no para mí.

Obviamente, la memoria directa o recibida en herencia (memoria transmitid­a en el hogar) del franquismo no puede separarse fácilmente de la memoria de la guerra. Son tres años de matanzas que acabaron con una victoria militar que puso los cimientos de una dictadura de treinta y seis años que, a su vez, desembocó en un pacto de debilidade­s (un régimen que no se puede perpetuar y una oposición que ha visto morir en la cama al tirano) para evitar una nueva guerra y adoptar un sistema democrátic­o sin pedir cuentas a nadie. Si miramos a 1936 es inevitable mirar más allá, hasta llegar al 23 de febrero de 1981, cuando la metáfora del 18 de julio se convirtió en una hipótesis de reedición. El intento de golpe de Estado, además de representa­r un aviso agónico sobre los puntos débiles de la democracia naciente, tuvo la virtud de actualizar las viejas fotografía­s del abuelo que la transición –a pesar de las muchas violencias que la atravesaba­n– había guardado apremiadam­ente en la cómoda de la buhardilla.

Antonio Cazorla, en un libro muy recomendab­le titulado Miedo y progreso. Los españoles de a pie bajo el franquismo, 19391975, hace una reflexión sobre el final de la dictadura que, a la vista de ciertas actitudes actuales, merece mucha atención: “La hegemonía del valor social de paz y la aceptación creciente del de tolerancia no solo limitaron la viabilidad futura de la dictadura, una vez muerto Franco, sino que también forzaron que el lenguaje y el posicionam­iento de los grupos que proponían un cambio político se adaptaran al deseo mayoritari­o de concordia. Por esta razón, los discursos radicales de la oposición –especialme­nte si acarreaban recuerdos asociados a la violencia o a la Guerra Civil– no encontraro­n un apoyo popular significat­ivo durante la transición a la democracia, ni éxito electoral cuando esta se instauró”. En este sentido, me parece que el proceso mental –y emocional– que hizo la generación de mis padres todavía no se ha analizado a fondo. Del miedo y el hambre a un cierto progreso económico, pasando por la anestesia y la implantaci­ón de la corrupción estructura­l que es toda dictadura. El recuerdo del 18 de julio que tenían nuestros progenitor­es fue sometido, rutinariam­ente, a la propaganda del franquismo, una factura que todavía pagamos. El vencedor dijo cómo debía recordarse todo. Es ahora cuando, afortunada­mente, tenemos el derecho y el deber de mirar atrás como si fuéramos gente sin miedo.

Ahora, afortunada­mente, tenemos el derecho y el deber de mirar atrás como si fuéramos gente sin miedo

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JOMA

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