Del peluquero a la barbarie
La diferencia entre la guerra y la paz es que en tiempos de paz puedes entretenerte comentando cuánto cobra el peluquero del presidente François Hollande mientras que en tiempos de guerra el mismo presidente debe comparecer de madrugada para reaccionar con dignidad y firmeza a una terrible matanza. El terror fascista con coartada religiosa ataca arbitrariamente y erosiona la capacidad de reacción de los medios de comunicación, que intentan mantener una normalidad aparente. Y, como siempre, entre las muchas reacciones que deberían contribuir a esponjar el pánico, suenan voces enfáticamente críticas que reclaman la misma conmoción cuando las víctimas viven en Bagdad. Este automatismo de la superioridad maquillada de geopolítica humanitaria es una variante del miedo y la impotencia que sentimos ante una guerra entre asesinos culpables y víctimas inocentes.
NÁUFRAGOS ARTIFICIALES .La final de Supervivientes (Telecinco) acabó casi a las tres de la madrugada. La monstruosidad del metraje es proporcional al éxito de audiencia y contrasta con las intenciones de reformar los horarios. ¿El contenido? Una supervivencia artificial encarnada en el adelgazamiento de los concursantes y en conflictos absurdos. La estructura tentacular del formato se extiende a otros programas de la cadena, que le dedican tertulias y galas especiales. En El programa de Ana Rosa, Bibiana Fernández describe a la concursante Yola Berrocal con una precisión cruel: “Pone cara de vaca viendo pasar trenes”.
UNIVERSO HACKER. Otro que pone cara de sufrimiento es el protagonista de Mr. Robot, que ha iniciado segunda temporada siguiendo la vía de la primera. Se trata de un hacker con problemas mentales que, tras liderar un ataque ciberterrorista contra la cúpula financiera, intenta recuperarse y controlar las alucinaciones que lo atormentan. Mr. Robot juega con una estética y un ritmo deliberadamente laberínticos, que crean en el espectador una doble sensación: sentirse a) más inteligente o b) más idiota de lo que es en realidad. Esta duda, por suerte, se ve compensada por momentos de una perturbadora clarividencia que no renuncian a una carga de denuncia entre el activismo de Banski y la radicalidad de Anonymous. No es una serie fácil: los personajes son infelices, oscuros, inestables y parecen aspirar al diván de psicólogo, a la cárcel o a la clínica de rehabilitación. Las tramas comparten un tono apocalíptico que subraya ideas muy oportunas sobre nuestro presente: los abusos de un poder que está por encima de las voluntades democráticas y que interfiere, hasta desactivarlas, en la credibilidad de los gobiernos. Y los personajes aprovechan la inercia del argumento para soltar consignas, como que el control es una ilusión o que, en el capitalismo de las apariencias controlado por una tecnología totalitaria, el engaño no funciona si no hay confianza. Pero cuando la realidad explota con la brutalidad de la matanza de Niza, las especulaciones y los diagnósticos de la ficción recuperan su humilde condición de simples presagios.
El terror fascista con coartada religiosa ataca arbitrariamente y erosiona nuestra capacidad de reacción