Libertad de expresión
La función del Defensor del Lector se circunscribe al área de información del periódico y no tiene competencias en la de opinión. Con todo, el caso suscitado esta semana por el articulista Xavier Antich arrastra connotaciones que tienen que ver con el prestigio de este diario y parecen poner en duda su credibilidad. Un hecho que, sin duda, preocupa profundamente a los lectores. Dos suscriptoras, Rosa Maria Martí y Núria Nadal, enviaron sendos mensajes al defensor en los que manifestaban su protesta y su alarma por la posibilidad de que La Vanguardia hubiese vetado a alguien por sus opiniones.
La dirección del diario quiso dejar claro ante la redacción que nada más lejos de la verdad. A Xavier Antich se le comunicó la finalización de su colaboración a partir de septiembre, pero él mismo quiso que ese fuese su último artículo. La selección de los articulistas que publican en las páginas de un diario es una prerrogativa del director y y es obvio que en ocasiones se producen renovaciones y cambios. En el caso de Antich, además, ya estaba colaborando de manera periódica en otro diario impreso y, últimamente, en un medio digital, sin haberlo comunicado a la dirección.
Dar a entender que el fin de la colaboración de Antich con La Vanguardia se debió a las críticas vertidas hacia el ministro Fernández Díaz en ese último artículo no se corresponde con la realidad. Muchos otros articulistas han publicado críticas hacia el titular de Interior con ocasión del incalificable caso de sus conversaciones con el director de la Oficina Antifrau de Catalunya. Singularmente, Pilar Rahola, Francesc-Marc Álvaro, Enric Juliana, Antoni Puigverd, Pedro Vallín, Salvador Cardús y Jordi Amat han abordado el tema con profundidad y contundencia, y los propios lectores pueden dar fe de ello.
El caso de Xavier Antich es una simple finalización de colaboración y no una cuestión de censura. Pero es así como se ha querido presentar, aprovechando el efecto inflamable que suponen hoy en día las redes sociales. Esta es la otra reflexión pertinente que el defensor quiere trasladar a los lectores. Una versión de parte, intencionada y no contrastada por nadie, funciona como un hecho cierto y desata una dinámica acusatoria en la que parece que nadie quiere quedarse atrás.
A modo de ejemplo: un político como Jaume Asens, teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, unía en Twitter el tema Antich con el de la periodista Patricia López –quien expresó en la red que el programa de televisión Espejo Público la ha vetado como colaboradora después de que ella diera a conocer esas grabaciones del ministro en el diario Público–, y se preguntaba si estamos ante “una nueva cacería de brujas de Jorge Fdez. Díaz”. La propia alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, le respondía a Asens con un “muy grave, si eso es así, es necesario movilizarse en defensa del derecho a la información y la solidaridad”.
Una de las exigencias fundamentales del periodismo es comprobar los hechos. Pero eso no sirve de nada en las redes sociales, que demasiado a menudo se alimentan precisamente de grandes polémicas, incluso cuando propagan falsedades. Seguramente todavía no hace falta ser alarmista (¿o sí?), pero desde luego es necesario empezar a preguntarse hacia dónde conduce esta forma de comunicación basada en decir algo aún más gordo que lo anterior y sumarse con ello a una reacción ciega que enseguida pide linchamientos virales.
La libertad de expresión es un derecho incuestionable. Respetar la verdad debería ser siempre su objetivo.
Una versión de parte, intencionada y no contrastada por nadie, funciona como si fuera un hecho cierto y desata una dinámica acusatoria