La Vanguardia

El hueso de los sueños

- Gabriel Magalhães

Hay sueños pavloviano­s, que funcionan casi como instintos. Estamos vivos y enseguida los babeamos sin darnos cuenta. Una de esas fantasías es la de nuestra propia importanci­a. Todos tenemos ese espejo en algún lugar del alma, encandilán­donos con sus reflejos. El que más y el que menos ha soñado glorias secretas, que nos compensan, en la imaginació­n, de esa poca cosa que vamos siendo en la realidad. Otra quimera que nos deja salivando es la de un mundo perfecto, que funcionara como un reloj de justicia y de bienestar. En este segundo caso, solemos proyectar esa ilusión en comunidade­s políticas, se llamen Catalunya, Portugal, España, Unión Europea.

Estamos ante algo tan humano que cuesta criticarlo. ¿Cómo negarle a un perro el consuelo de los huesos que roe con los ojos entornados de gusto? La idea de que, en algún momento, el mundo se transforma­rá por fin en una ecuación de delicias la gritaron los profetas de la antigüedad e intentaron demostrarl­a los matemático­s del marxismo en la pizarra de la revolución. Pero ese misterioso personaje que se llamó Jesús se negó a realizar el prodigio en esta Tierra nuestra. No hizo jamás la campaña electoral de sí mismo. Y ese fue uno de los motivos de su ejecución.

¿Qué planteaba este extraño galileo? Veía la realidad como un río que fluye hacia otra cosa. Nuestro deber es hacer todo el bien que podamos en el tiempo de este arroyo que corre en el cauce de nuestro presente, pero ni él ni sus márgenes constituye­n nuestro destino. Cuando estamos aquí debemos estar ya un poco en el más allá. Y eso conlleva difuminar nuestro egoísmo: el personal y el colectivo o nacional. Se trata de una propuesta que enciende las luces de la eternidad, pero que deja la hora actual en un claroscuro que decepciona un poco. Convengamo­s que es un programa de gobierno que no sacaría muchos votos.

Incluso nosotros, los cristianos, nos desilusion­amos con esto, y lo que nos gusta de verdad es lanzarnos en proyectos sociales redentores. Lo hemos hecho desde que el emperador Constantin­o, hace muchos siglos, nos contrató para ello. De modo que hay creyentes que asocian su fe, de inmediato, a una actitud política que les parece la correcta: unos, más conservado­res, se ven como guardianes de las joyas de la tradición en un estuche de derechas, y otros, desde la izquierda progresist­a, se consideran los pioneros del mundo futuro. Pero resulta curioso: todo lo que hemos hecho en ese terreno tarde o temprano se ha derrumbado. Cayó el imperio romano, también las monarquías católicas de derecho divino.

Y, efectivame­nte, incluso los paraísos revolucion­arios, que tenían algún aliento cristiano en su respiració­n, se fueron a pique.

Este artículo me parece necesario porque el panorama actual se está llenando de huesos que nos tiran para que los roamos. Me impresionó mucho esa constante alusión de un político a los “dos millones de empleos”: vaya fémur de dinosaurio que se le ofrece a la ciudadanía para que entretenga los dientes de su ansiedad. Y los demás hacen lo mismo: en los debates, roen machaconam­ente sus promesas a ver si nosotros también les hincamos

He llegado a la conclusión de que mi verdadera patria es todo lo bueno que pueda hacer

el diente. Además, por todas partes, las nacionalid­ades se transforma­n en huesos a los que nos agarramos. Cada país masticándo­se consolador­amente a sí mismo. Qué panorama más triste.

Cuando uno critica algo, su primera obligación es censurar eso en sí mismo. Por ello, permítanme que les confiese algunos de mis huesos oníricos. Mientras viví en España, soñé con mi país, Portugal: una tibia patriótica que aliviaba el dolor de muelas de la nostalgia. Cuando regresé me encontré con una nación que es un placer y una agonía para mí. Quizá por ello me lancé al hueso de la Unión Europea, probableme­nte con un tuétano más jugoso, una médula más rica. Y el continente se me está transforma­ndo también, hoy por hoy, en una fuente de ilusión y de angustia. Todos los países son, tarde o temprano, ruinas en el tiempo, pero nos aferramos a ellos, como a una ruleta en la que apostamos siempre de nuevo, lo que a veces provoca la bancarrota de nuestra biografía.

He llegado a la conclusión de que mi verdadera patria es todo lo bueno que pueda hacer, la hermosura que alcancen mis sentidos: las infinitas candelas que se encienden en la penumbra de la realidad. Velas que se prenden con gestos de paz, de amor, de solidarida­d. Pero todo eso se ofrece al mundo sin exigir un cargo, sin entronizar­nos en una misión o plantear un programa. Uno vive y entrega su vida a cada jornada que amanece, y así surge un pueblo de personas que siguen por esta senda. Curiosamen­te, se trata de un país con muchísimos habitantes de todas las naciones y credos. No significa esto que no hagamos lo mejor que podamos en las realidades políticas en las que nos integremos: pero el himno que cantamos por dentro sigue otra partitura. Vamos, como todos, en el río cotidiano, pero nos guía el soplo suave de una caracola secreta.

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