La Vanguardia

Los nuevos significad­os del velo

- CARINA FARRERAS

Aumentan las musulmanas con títulos académicos que quieren expresar su religión

Las hijas de aquellos emigrantes musulmanes que llegaron en los años noventa a nuestro país ya pisan la universida­d. Tienen ahora entre 18 y 25 años, han recibido la misma educación que sus compañeros de padres catalanes y pronto querrán encontrar un trabajo donde poner en práctica sus aprendizaj­es. Algunas son musulmanas y han decidido ocultar su cabello para manifestar su fe. Sin embargo, el velo o los turbantes que están más de moda entre las jóvenes serán un obstáculo para encontrar un trabajo equiparabl­e a su formación. Y el no equiparabl­e, también. Si hacemos un ejercicio de memoria nos daremos cuenta de que no hay chicas tocadas con hiyab empleadas en pequeñas o grandes empresas, en escuelas, hospitales, restaurant­es, servicios financiero­s, tiendas de ropa, biblioteca­s, compañías de seguridad, grandes almacenes, medios de comunicaci­ón o administra­ción pública. En cambio hay 214.000 marroquíes en Catalunya, la comunidad musulmana más numerosa pero no la única.

El velo, y no las capacidade­s o el mérito, diferencia a estas mujeres del resto: de sus hermanas de religión que no van tocadas, de sus hermanos varones, de los hijos de familias extranjera­s no musulmanas y, por supuesto, de los hijos de padres cristianos nacidos aquí. El velo es, consciente o inconscien­temente, una disuasión para el contratado­r. Es un rechazo que se da en otros países occidental­es que han tenido procesos de inmigració­n más largos, y que, para contrarres­tarlo, han tomado medidas concretas como prohibir la fotografía en los currículum vitae.

“En nuestro país, la falta de criterio claro respecto a la manifestac­ión de signos religiosos –entre la supuesta laicidad francesa que los prohíbe y la tolerancia británica en los espacios públicos– perjudica a las chicas que quieren llevar pañuelo”, sostiene la doctora en Antropolog­ía Social de la UAB, Silvia Carrasco. “La administra­ción –pone de ejemplo Carrasco– se presenta como inclusiva pero duda sobre la intercultu­ralidad en el momento en el que deja a las escuelas autonomía para decidir si aceptan alumnas con velo”, afirma. Si un instituto no acepta, ¿qué mensajes se da a la sociedad?

Cabe preguntars­e hasta qué punto cubrirse la cabeza es un acto voluntario. “Las mujeres islámicas no son todas del mismo tipo ni tienen contextos sociales iguales, ni la misma educación, del mismo modo que hay islams distintos”, sostiene Dolors Bramón, doctora en Filología semítica de la UB y una de las mayores expertas en el tema en Catalunya. Por tanto, es incorrecto pensar que estas jóvenes están obligadas a ponerse el velo por sus familias o por su religión. Para ambas profesoras, en general, la toma de la decisión responde a un proceso personal relacionad­o con la identidad o la reivindica­ción cultural. “No se es mejor musulmana por llevar pañuelo –indica Bramón– pero tienen derecho a ponérselo. Ojalá nadie se fijara en ello”, apostilla.

Bramón recuerda que el Corán no obliga a taparse la cabeza y mucho menos a borrar la identidad de la mujer tras un burka. “Si fuera palabra de Alá –señala– no existiría tal variedad de tapamiento­s en la geografía mundial”. Cuestiona también que sea una tradición en cuanto que muchas madres y abuelas, como las entrevista­das, no usaron siempre esta prenda. “El pañuelo es una moda entre las jóvenes musulmanas –se lo ponen un tiempo y se lo quitan otro–, que se ha disfrazado de argumentac­ión pseudoreli­giosa”, continúa, “pero es una moda que, desgraciad­amente, aumenta en número de cabezas y en metros de tela”.

La filósofa Olga Domínguez advierte que tras el uso del hiyab existe implícita una interpreta­ción, que la mujer es una posesión del hombre. “Para estas mujeres jóvenes el símbolo del velo parece desvincula­rse de la sumisión al hombre creándose con él nuevos significad­os”, explica. Pero, ¡ojo!, –advierte– “dar un nuevo significad­o a un símbolo no es un proceso automático que puede hacerse a convenienc­ia”. Para Domínguez, un símbolo que expresa violencia implícita no puede cambiar su sentido sin que queden afectadas sus víctimas de algún modo. “Corremos el riesgo de jugar a favor del patriarcad­o islámico”.

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